miércoles, 22 de octubre de 2008

LA PLATA ARGENTINA

Por lo que los noticieros dicen y los periódicos publican, algo ha debido pasar en Argentina que no tiene nada que ver con el fútbol.
Si no es con el balompié, y habiendo ocurrido en Argentina, nombre derivado de la palabra latina que significa plata, puede que sea cuestión de dinero, que en el lenguaje coloquial de aquél país se conoce por plata o guita.
Por el jaleo, llamado allí quilombo, que se ha organizado, apostaría a que es una reedición de episodios similares anteriores, en los que los gobernantes argentinos han acumulado gran pericia.
Y es que los habitantes del gran país del cono sur americano tienen la rara debilidad de escoger para que los gobiernen a habilidosos prestidigitadores que, por arte de birlibirloque y ante la atónita mirada de sus conciudadanos, hacen desaparecer periódicamente toda la mucha plata, dinero o guita acumulada en las arcas públicas.
Que nadie piense que los argentinos son tontos ni, como ellos dicen, boludos. Todo lo contrario.
Prueba irrefutable de su inteligencia es el talento que cualquier otro pueblo tendría que derrochar para acometer la hazaña inaudita que ellos consiguen sin aparente esfuerzo: arruinar un país de tan inagotables riquezas naturales como las de Argentina.
Como colectivo humano, que dirían los finos, los habitantes de Argentina son también envidiables: seguramente habrá allí labradores, zapateros, albañiles o panaderos, pero yo no he conocido ninguno, y he conocido a muchos argentinos.
Todos ellos son, por lo menos, sociólogos, psicólogos, periodistas, filólogos, cantaautores, mimos o escultores.Allí no se remienda de viejo y hasta el más tonto hace relojes.
La profesión más extendida en aquél país, y que ejercen impecablemente cuando residen fuera de él es la de argentino y todo ciudadano de aquél pais, sobre todo si es de Buenos Aires, es un argentino profesional.
Cuando un argentino pone pié en una empresa de un país extranjero, no es más que una avanzadilla de los compatriotas que lo seguirán y, aunque entre ellos sea habitual el navajeo, frente a los no argentinos actúan como una masonería o una secta.
El argentino, consciente de su superioridad, es condescendiente y protector cuando se refiere a sus vecinos continentales y no se percata del ridículo que hace cuando, como en España le ocurrió a un actor de aquél país que había escapado de uno de los fracasos colectivos de Argentina, amonestó a los españoles para que imitaran en unas inminentes elecciones españolas la opción política que a él lo había llevado a su cómodo exilio.
Hay argentinos a los que, a pesar de todo, les han erigido estatuas.

PASEO MATUTINO

Antes de la guerra había que madrugar, conseguir visados y disponer de un fajo apretado de míticos dólares para poder viajar.
Por eso, solamente los ricos audaces eran sabios y, el resto, teníamos que resignarnos a nuestra ignorancia, porque de todos era sabido lo mucho que se aprende viajando.
Con el microondas, la búsqueda infructuosa de un canal de television interensante y el cambio climático eso ha cambiado y, para viajar, no hace falta más que conocer el idioma de los nativos.
Te puedes despertar a las diez de la mañana como todos los días, hacer tus abluciones matutinas, fumarte un par de cigarrillos después del desayuno, comprobar que el cielo promete la lluvia que no cae, darte un garbeo por el mundo y, a mediodía, estar de vuelta en casa para el cocido y la siesta.
Acabo de regresar de ese paseo y, aunque el tiempo invertido haya sido poco, me parece que menor ha sido el provecho. Pero no he tenido que madrugar y no me ha costado ni un duro.
Desde hace unos meses, es inútil evitar contagiarse de la histeria en que la conocida por crisis asola al mundo; para no hablar por boca de ganso, mejor investigar directamente el lugar donde la epidemia surgió y cómo ha evolucionado desde entonces.
Animado por ese propósito, salí esta mañana hacia California y llegué a Los Baños, en el Valle Central, cuando allí eran las tres de la madrugada. Se dice que fué en esa ciudad dormitorio donde, inesperadamente, se detectó la súbita bajo del precio de las viviendas compradas con garantías hipotecarias excesivamente benévolas, que disparó la turbulencia financiera y económica que afecta a todo el mundo.
Aunque lo intempestivo de la hora me exponía a que me recibieran a tiros, llamé al timbre de una casa y me abrió un hombre de mediana edad, de mirada desencajada, que se identificó como Bill Knoff, pintor de brocha gorda.
"No se preocupe"--me tranquilizó--"estaba acostado pero no podía dormir".
El motivo del insomnio del pintor, naturalmente, era la crisis. Hacía cinco años que se había comprado la casa y tres meses que no podía pagar la hipoteca. Una noticia buena y otra mala lo tenían desvelado.
La buena era que el pasado septiembre,la compraventa de casas había aumentado un 65 por ciento respecto al mismo mes del año anterior, el del origen del problema.
La mala era que el precio medio de compraventa el mes pasado había bajado un 66 por ciento en relación con el año anterior y lo que le quitaba el sueño era que, si vendía su casa a los precios actuales, no tendría ni para cancelar lo que le quedaba de hipoteca y tendría que resignarse a perder lo que ya había pagado.
Me despiudió con un bostezo y, de vuelta a casa, me paré en Nueva York y, en Brooklyn, me topé con José Luis Hernandez, un chef de restaurante de origen mexicano que, centavo a centavo, había conseguido ahorrar cien mil dólares que, como pago inicial que complementaría con una hipoteca, le permitiría ser propietario de un apartamento.
Pero el chef seguía siendo inmigrante ilegal por lo que carecía de la tarjeta de la seguridad social, cuyo número exigiían ahora los bancos para concederle la hipoteca porque, como los gatos escaldados huyen del agua fría, los banqueros ya no se conformaban con el número de identificacion de contribuyente, con el que Hernandez se ha estado bandeando hasta ahora.
Sin regularizar totalmente su situación en Estados Unidos, Hernandez seguirá sin poder ser dueño de la casa en que viva.
Agobiado por tantos sinsabores lejanos, paré en Portugal, el zaguán español, desconfiando ya de encontrar alguna noticia menos mala, pero me equivoqué.
Aunque parezca inaudito por el tópico carácter taciturno que atribuimos a los portugueses, descubrí un tenue brillo de optimismo: estaban contentos porque vendían en los mercados españoles las setas que recogían en sus bosques a un precio superior en un 65 por ciento al que se las compraban en Portugal.
Y los portugueses, que siguen sabiamente convencidos de que de España no deben esperar "nem bon vento nem bon casamento", estaban contentos porque obtendrán en España más euros por sus cogumelos.
Al fin una nota de optimismo.Por menos que eso, a algunos le han levantado una estatua, y hasta ecuestre. No pido tanto, pero por lo menos espero un trato de igualdad, y la libertad para pedirlo.