viernes, 24 de octubre de 2008

CUENTO SOBRE EL ORIGEN DEL ESTADO

Menos el de El Vaticano, todos los estados que cuentan algo son pluriurbanos lo que quiere decir, para entendernos, que su soberanía abarca a más de una ciudad.
Excepto los de Extremo Oriente, que están demasiado lejos, tienen todos el mismo origen y, hasta los de Asia se han formado de la misma manera.
Fue así:
Cuando el Imperio Romano se derrumbó, la cohesión que lo aglutinaba se disolvió y, salvo remedos efímeros de autoridad cosmopolita visigoda, el poder residual del estado quedó encerrado entre las murallas de las ciudades.
Eran las ciudades-estado.
Fuera de las murallas, eran los Dick Turpin, los Robertos de Langley, los José Marías “Tempranillos” y sus cofrades los que mandaban y se buscaban la vida quitándosela, junto a lo que acarreaban, a los que se aventuraban por su territorio.
Así que los que mandaban en las ciudades-estado, para proteger a los turistas, comerciantes, peregrinos y otros insensatos empecinados en ir de una ciudad a otra, tuvieron que organizar cuerpos armados que, durante el camino, los protegieran de los bandidos.
Esos escoltas comisionados por las ciudades fueron ensanchando su señorío a lo largo de los caminos, las ciudades formaron alianzas y acabaron controlando los territorios de lo que, con el paso del tiempo, llegaron a ser los estados que hoy conocemos por tales.
Así, poco más o menos, se formaron los actuales estados europeos. Los de América, Africa y Medio Oriente son imitaciones más o menos conseguidas de los de las metrópolis de las que fueron colonias.
Para la palabra “estado” hay definiciones que abarcarían un libro más gordo y casi tan disparatado como “El juego de Angel” así que, para no complicarnos la vida, digamos que el estado es el conjunto de los órganos de gobierno de los habitantes de un país soberano.
Aquellas patrullas armadas de la Edad Media, que fueron la primera piedra de las catedrales góticas en que han degenerado los actuales estados,todavía perviven, y su misión sigue siendo la de proteger a los viajeros que van de una ciudad a otra.
Ya los turistas, comerciantes y peregrinos no temen a los bandidos que puedan asaltarlos en su camino, sino a los agentes que el estado organizó para protegerlos. Y con razón:
Entre unos y otros se libra la guerra perenne entre la coraza y la flecha. La flecha son los radares de los que se sirven los policías para multar a los viajeros y, las corazas, los sofisticados aparatos de los viajeros para detectar y eludir los radares.
Si el estado se gastara en mejorar las carreteras una parte ínfima de lo que recauda por impuestos de combustible, matriculación, y otras gabelas que gravan a los automóviles, no tendría que castigar con multas a los automovilistas.
A lo mejor no invierten en carreteras para poder seguir poniendo multas.
Y los habitantes del estado, con carreteras adecuadas a los vehículos que conducen, se ahorrarían vidas y dinero, que podrían emplear en erigir alguna que otra estatua.