viernes, 7 de noviembre de 2008

LO QUE EL TIEMPO SE HA LLEVADO

La solución de los problemas aparentemente más intrincados suele ser tan obvia que la enrevesada mente humana es incapaz de percibirla.
No siempre ha sido así porque, antiguamente, cuando el hombre disponía de sonidos inarticulados y gruñidos como medio de expresión, no había equívocos.
Pero cayó en la tentación de iniciar lo que después se llamó civilización y lo primero que hizo fué inventar la palabra para camuflar con ella lo que de verdad pensaba y quería.
Cuando uno de aquellos antepasados con pinta de Arnold Schwarzenegger velludo oía algún alboroto fuera de su cueva, le decía con gruñidos a su mujer: voy a ver qué pasa.
Ahora, si no sabe cómo conseguirt que su mujer le permita ir al bar de la esquina a ver un partido de fútbol que solo televisan en pago por visión, le dice que tiene que salir a renovar el tiquet de aparcamiento para que no le pongan una multa. La engaña para satisfacer un deseo instintivo.
En los añorados tiempos del gruñido, si un individuo tenía hambre, comía lo que encontraba, eructaba y se echaba una siesta tan tranquilo.
Ahora, no. Ahora, para comer como las normas han impuesto, hay que seguir un curso de nutrición y dietética, aunque sea por correspondencia.
Después, que nadie vaya a pretender comer nada sin comprobar que lo permiten la fecha de caducidad, los componentes grasos, proteínicos, energéticos, su proporción de fibras y de hidratos de carbono.
Si lo que pretendemos comer supera todos esos requisitos, hay que asegurarse de que sea dietéticamente compatible con cualquier otra cosa que comamos antes o después.
Ninguna de esas imprescindibles cautelas garantiza una buena digestión y una asimilación idónea de lo ingerido porque, si la modorra nos tienta y echamos una siesta sin el preceptivo paseo previo de veinte minutos de duración, nuestra frágil salud corre peligro.
Todo eso no es así porque sí, sino porque así los hemos hecho.
A la evolución del ser humano debemos el milagro—no se sabe si bueno o malo, si obra de Miguel o de Ázael—que ha transformado la herramienta a su servicio que era el cerebro en el tiránico ordenador que nos obliga a servirlo.
Aquel tosco utensilio que era el cerebro, y que dictaba al hombre los reflejos naturales para satisfacer lo que su instinto le pedía, lo hemos transformado en un complejo ordenador para que domestique nuestro instinto.
De aquellos ignorantes primitivos descendemos y mérito de ellos es que la humanidad haya sobrevivido 50.000 años.
Si los antiguos hubieran sabido tanto como los que de ellos descendemos sabemos, ¿habría sobrevivido tantos años la raza humana?