martes, 18 de noviembre de 2008

EL MUNDO DE ANDRES

Hasta el más desolado lugar es bueno para que lo nazcan a uno, y la muerte vela con negros crespones hasta la luz del más radiante paraíso.
Si el prodigio de nacer es un regalo inesperado, nacer en Lisboa es, además, un privilegio inmerecido.
En ésta ciudad decorada por las anchas aguas del Tajo que, al reflejarse, tiñen de un azul intenso el techo de su cielo, nació ayer Andrés.
La luz de Lisboa, la primera que ve Andrés, es diáfana y transparente. Los rayos del sol brillan pero no deslumbran.
Es un sol amable, educado, manso y pacífico como un portugués.
Como el sol de su ciudad, los lisboetas son equilibrados, mesurados, corteses y un poco taciturnos, como si no pudieran olvidarse de su grandeza pretérita.
La ciudad, que desde el altivo castillo de San Jorge se derrama por una sucesión de colinas, escoltando al río hasta que se funde en el fuerte de Sao Julião da Barra con el Atlántico, se mueve con la parsimonia de las calesas.
Este país, donde acaba la tierra y el mar comienza, parece milagrosamente preservado de la histeria colectiva que sacude a sus vecinos por la súbita expansión de una crisis económica inesperada.
La conversación de sus habitantes contrasta con el monotema masoquista de sus vecinos sobre la escasez del dinero porque, como hidalgos viejos, parecen reacios a reconocer su penuria.
Me dicen que hablan poco de la crisis por pudor y porque están resignados a ver la opulencia en otros, sin disfrutarla directamente. “Nos conformamos con poco y no echamos de menos lo que nunca hemos tenido”.
Tampoco culpan a los que los gobiernan de la escasez. La crítica sistemática a los políticos es una ocupación de holgazanes que tienen asegurado lo que necesitan para vivir.
Los portugueses no parecen inclinados a perder su tiempo culpando a otros de dificultades evidentes y se empecinan en hacer su trabajo callada y humildemente, sin aullidos a la luna.
Eso y mucho más es la capital del país vecino del de sus padres, en el que Andrés descubrió su mundo.