lunes, 24 de noviembre de 2008

NUESTRA COPA DAVIS

Puede que no llegue a falacia calificar al hombre de animal racional, pero desde luego es una definición que raramente le cuadra.
Si por el genérico hombre-a entendemos al bípedo de edad mediana, de mediano pasar, de salud pasable, hipoteca asfixiante, moderadamente obeso, razonablemente amenazado de paro y nada satisfecho sexualmente, nos estamos refiriendo a lo que un sociólogo argentino calificaría de hombre-a medio-a.
Es decir, a lo que se conocía antiguamente como animal racional.
¿Cómo explicaría razonablemente ese animal su alegría por el triunfo deportivo en Mar del Plata de unos compatriotas que son su antítesis?
Sería lógico que se alegraran si la victoria de los tenistas los hubiera beneficiado en algo y justificaría su malestar si los perjudicara.
Que ganaran la final de la Copa Davis ha perjudicado al español medio que, sin embargo se llenó de gozo por el triunfo. Por eso el hombre, por lo menos el hombre-a español-a no es un animal racional.
Inconscientemente, su alegría lo autoexcluyó del censo de habitantes de España porque la Copa Davis marcó el triunfo de la desigualdad de los españoles y, en una población que no sea homogénea, los menos favorecidos, inevitablemente, se sienten excluidos.
¿Puede un oscuro fracasado crónico sentirse parte de un todo en el que alguno de sus miembros triunfa?
¿No explica y justifica ser miembro de una comunidad habitualmente derrotada el fracaso personal?
El dolor compartido es menos oneroso y la frustración general más llevadera.
En un entorno de indigencia generalizada, la pobreza individual no puede ser vergonzante, porque la opulencia del rico solo es insultante cuando la comparamos con nuestra penuria.
No nos escandaliza el derroche del jeque árabe, sino las angulas que puede pagarse nuestro vecino para la cena de Nochebuena.
Por eso, nos hubiera convenido más a los españoles el triunfo en Mar del Plata de sus adversarios, aunque fueran argentinos, que el de nuestros compatriotas.
Pero vivimos tiempos en que, si la tremenda justicia de la Inquisición perdurara, no quemaría herejes, sino a los que se atreven a decir en voz alta lo que, aunque sea evidente, parezca socialmente incorrecto.
Por eso, a las personas sensatas, sensibles, apocadas y condenadas a perpetuidad a las sórdidas mazmorras del anonimato, no nos es posible alegrarnos de la gloria y el triunfo de los que ayer ciñeron sus sienes con coronas de laurel en Mar del Plata.
Su derrota no nos hubiera hecho más felices pero nuestra frustración personal se hubiera sentido más cómodamente identificada por compatriotas tan fracasados como nosotros.
Pero los buenos tiempos en que los ciclistas españoles llegaban segundos en un sprint, las selecciones de fútbol eliminadas en octavos y los tenistas apeados en la segunda ronda de los torneos se han ido, me temo que para siempre.
Si los triunfos de los deportistas españoles continúan, los desgraciados españoles tendremos que decidir entre seguir sintiéndonos desplazados en éste, o cambiar de país.