lunes, 8 de diciembre de 2008

EL NOSTALGICO ILUSTRADO

A mi prima Rogelita, la de mi tía Gertrudis, su hijo Lorencito le ha salido indolente, abúlico y taciturno.
Ella ha intentado enmendarlo desde que le notó los primeros síntomas.
Pero Lorencito hace ya años que dejó de ser niño, pronto superará la adolescencia y, en un parpadeo, será hombre, sin que el inexorable paso del tiempo haya modificado su condición.
Mi prima Rogelita, o ha terminado por admitir la singularidad del muchacho, o su instinto protector de madre le aconseja minimizar a “las cosas de Lorencito” las rarezas de su hijo.
El que no se resigna es Sebastián, marido de Rogelita y padre de Lorencito.
Naturalmente culpa a la madre, aunque retóricamente se autoinculpa por permitírselo, de la indomable abulia de Lorencito.
“Si no te hubiera hecho caso y lo hubiera deslomado a palos”—amonesta con frecuencia Sebastián a Rogelita—“tu hijo sería una persona normal”.
Sebastián siempre dice “tu” y no “nuestro” hijo, cuando habla a Rogelita de Lorencito.
El niño, que este año debería entrar en caja si el servicio militar hubiera seguido siendo obligatorio, come, oye música, sale de marcha, y esparce la ropa sucia sin recogerla. Como todos los de su edad.
Como los otros, arrastra asignaturas pendientes de tres cursos atrás, no echa una mano ni en una pelea y no le da un palo al agua.
Lo que lo hace diferente es que, cuando le afean que no se esfuerza, no culpa a los profesores por su fracaso académico ni asume en silencio la queja de su madre porque no recoge su cuarto.
La singularidad de Lorencito es la excusa con la que explica su apatía: “es que no me motiva”.
Accedí al desesperado ruego de mi prima Rogelita y me llevé a Lorencito para sondearlo e intentar comprender las causas de su desidia.
Me costó un dineral porque bebía con avidez y sin pausa las cañas de cerveza y devoraba con la inverecundia de un hospiciano el jamón, los calamares fritos y los boquerones en vinagre.
La determinación de Lorencito para engullir de borla contrastaba con su apocamiento para estudiar o trabajar.
Lorencito me confesó que no lo motivaba estudiar para acabar coleccionando masters que abultaran un currículo que rechazarían al solicitar un empleo, ni presentarse a Gran Hermano para hacer el ganso, ni fatigarse corriendo para llegar antes que otros a la cinta de una meta, ni trabajar en el polvero de su padre para ampliar interminablemente el negocio.
--A mí me motivaría esforzarme para ser Sátrapa de Galilea, Procónsul de las Galias, Archimandrita de Antioquía, Elector de Sajonia o, incluso, Menomotapa de Zimbabwe. Por algo así no tendrían mis padres que animarme pero, ¿programador informático, jefe de departamento de ventas? Mejor sigo como estoy.
Le di un disgusto a mi prima, pero peor hubiera sido alentarle falsas esperanzas.
--Lo malo de Lorencito—le advertí—no es que sea indolente, abúlico y taciturno sino que, y eso es peor, es un nostálgico ilustrado.