lunes, 29 de diciembre de 2008

HUITZILOPOCHTLI COMO MODELO

En el arriesgado estudio de los mamíferos de la fauna política es imprescindible analizar meticulosamente sus comportamientos para clasificarlos adecuadamente.
Si se les cataloga por su dieta, todos sin excepción son caníbales antropófagos , aunque se subdividan en depredadores, si cazan y matan a sus presas, o carroñeros si se alimentan de cadáveres en cuya muerte no hayan participado.
Naturalmente, no es imprescindible que, para imponerse a sus adversarios los maten, ni siquiera que se los coman, aunque políticamente ya estén muertos.
Lo que define como caníbal antropófago al político actual es que se nutre de sus congéneres para prolongar su propia vida en la política.
Más o menos, y echando mano de un mito con el que todos estamos familiarizados, los políticos de ahora siguen el rumbo de Huitzilopochtli, degradado al mote de Huichilobos por Bernardo de Sahagún o Bernal Diaz del Castillo, el ex soldado y reportero de la conquista de la Nueva España, conocida hoy por México.
Huitzilopochtli fundó Tenochtitlan antes de que lo elevaran a los altares como segunda deidad mexica, solo inferior en rango a Tlaloc, dios de la lluvia y la fertilidad.
El en altar de Huichilobos, en el que se le adoraba como dios de la guerra, los sacerdotes abrían el pecho de los enemigos, cautivos en las guerras de las flores, con un cuchillo de obsidiana y ofertaban la sangre y el corazón de la víctima para que prolongara la gloria y la vida del dios.
Era razonable el sacrificio y bien fundamentado teológicamente, ya que iba destinado a prolongar con la vida del sacrificado la perennidad de Huichilobos, mucho más necesario para la comunidad que los anónimos descorazonados.
Gran día aquél de 1520 en que Tonatiú Alvarado trepó espada en mano por las empinadas gradas del templo de Huitzilopochtli, derribó el ídolo y puso fin a tan cruentos sacrificios.
Fue uno de los momentos cenitales del progreso de la humanidad hacia prácticas más misericordiosas de entender la política.
Afortunadamente, los políticos de hoy no reclaman la sangre ni la vida de sus adversarios para perpetuar su propia vida.
Se conforman con el prestigio de los que se le oponen para eternizar su propio prestigio.
Algo hemos ganado.