jueves, 12 de febrero de 2009

GARZON Y SU DESTINO

Cuando los recuerdos se rescatan de las brumas del pasado, los perfiles de la imagen pierden nitidez y, en la evocación, solo la sensación experimentada en el lejano pretérito sobrevive hasta el presente.
Mi impresión de la primera vez que vi a Baltasar Garzón hace ahora 22 años fue la de un iluminado capaz de desafiar a las fuerzas del cielo y del infierno, si se coaligaran para impedirle realizar su destino.
El Garzón que conocí en Lisboa la mañana de un día ventoso de invierno era un hombre joven de mirada fija, melena agitada y gabardina abierta cuyos vuelos hacía ondear su caminar implacable.
Quizá fuera lo desapacible de la mañana y el viento racheado que descendía desde el Atlántico por la Avenida Columbano Bordalo Pinheiro lo que me hizo pensar, al ver al joven juez Garzón, en el mensajero de castigos implacables de un dios airado.
Baltasar Garzón había ido a Lisboa en comisión rogatoria, para investigar la contratación en la capital portuguesa de sicarios locales para la trama de los GAL por parte de los policías Amedo y Dominguez, dos de los cabezas de turco de aquella turbia componenda inspirada por el gobierno.
Ya rebasa Garzón el medio siglo y de su progresivo envejecimiento he sido testigo obligado como espectador de televisión, de la que el juez nunca ha dejado de ser rutilante estrella.
Sigue pareciéndome, como aquella lejana mañana de Lisboa, que lo tensa la desazón del que descubre decepcionado que, por mucho que se apresure, no logra reducir la distancia que lo separa del horizonte que se empeña en rebasar.
Puede que ese horizonte sea la Justicia que, con mayúsculas, no está en las manos de ningún ser humano administrar y Garzón, aunque se empecine en no admitirlo, es tan mortal y tan imperfecto como los malandrines humanos a los que tan implacablemente persigue.
Ni siquiera como Dios parece buen justiciero, porque carece de los rasgos de piedad que hasta al airado Dios del antiguo testamento lo acercaban al ser humano.
El ímpetu justiciero de Garzón no tiene límites: persigue por igual a posibles infractores sobre los que tiene la jurisdicción territorial del sistema judicial del que es miembro y a los que cree que han delinquido en tierras lejanas.
Tampoco el tiempo lo detiene. En su afán justiciero, el odiado delito no prescribe. Ni siquiera hace distingos sociales: tan reo de justicia puede ser el desheredado como el todopoderoso.
Hasta con el intocable, sanguinario y feroz dictador de España, Francisco Franco, se ha atrevido aunque, cuando pretendió encausarlo, llevara ya muerto 33 años.
Prisa debería darse Garzón en alcanzar el objetivo cuya persecución lo desazona, y en cumplir el destino al que parece destinado porque, pasados los 50 años, en éste mundo en el que los jóvenes jubilan cada vez más prematuramente a sus mayores, ya ha llegado a la edad de que vaya pensando en su epitafio.
Como el de Gregorio VII en 1085, el de Garzón, cuando Dios lo llame y que no se dé prisa en hacerlo, podría decir: “Amé la justicia y aborrecí la iniquidad. Por eso muero en el destierro”.
Que no sea el destierro del expatriado, sino el del olvido y el perdón.