domingo, 15 de febrero de 2009

GARZON Y LA EPICA DE LA CAZA

Nací, crecí y nunca me desvinculé de la tierra de las monterías, el nombre con que se conoce a las partidas organizadas de caza mayor en Hornachuelos, La Puebla de los Infantes, Las Navas de la Concepción, Constantina, Alanís, Malcocinado y otros pueblos de Sierra Morena.
Tengo muchos amigos de infancia que hibernan todo el año aguardando la reviviscencia del breve período de monterías y, como el único placer mayor que el de practicar su pasión es relatar los aciertos y desventuras de la caza, a fuerza de escucharlos tengo la sensación de ser también protagonista.
De todas las modalidades de la caza, solo hay otra de fanáticos más obsesivos que los monteros: la de los que “cuelgan el pájaro”, los que crían, miman y sacan en la jaula su reclamo para atraer y cobrar perdices silvestres en la época de celo.
Los cazadores más diestros, en cualquiera de las especialidades cinegéticas son, sin duda, los furtivos. Me honro con la amistad de Juan Carlos Molina Román, de La Puebla de los Infantes, uno de los más ingeniosos y capaces, y al que menciono en mi novela “El Viejo Río Grande”.
He ido a un par de monterías, solo como espectador, pero he escuchado a tantos monteros alardear de sus aventuras durante tantos años que creo que puedo escribir sobre caza y monterías con suficiente conocimiento de causa.


CAZADORES URBANOS

Al salir del tibio bienestar del auto, lo despertó sin despabilarlo el cortante frío de la noche, precursor del intenso relente.
Todavía amodorrado por la digestión de la cena en el restaurante en que había parado 400 kilómetros después de salir de Madrid, se apresuró a salvar los 25 metros de gravilla del sendero que, desde el estacionamiento, lo condujo al zaguán del caserío.
Los invitados que lo habían precedido conversaban en torno al tronco crepitante de encina que esparcía la caricia de su calor desde la cavernosa chimenea del fondo del salón.
El cansancio acumulado por sus obligaciones profesionales durante la semana pasada, la relativa incomodidad del viaje y la programada necesidad de madrugar lo aconsejaron despedirse pronto y retirarse al descanso del dormitorio que, como al más ilustre de los monteros, le habían reservado los dueños de la finca.
A las ocho de la mañana, después de sus parsimoniosas abluciones matutinas, fresco y descansado por el profundo sueño al que lo indujo el silencio sin los ruidos del tráfico, se unió a los monteros más madrugadores en el salón del caserío.
Degustó las migas con huevos fritos, los crujientes torreznos, el viscoso chocolate y las tostadas con manteca colorada del desayuno, antes de paladear la copa de aguardiente de guindas.
Cuando la noche anterior subió a su dormitorio vestía el atuendo formal de brillante personaje de Madrid.
Cuando bajó había transmutado su apariencia en la imitación de un rústico: recias botas de suelas gruesas que mantenían sus pies tan cómodos como sumergidos en el agua tibia de una jofaina, amplios pantalones enguatados, zamarra con muchos bolsillos y grueso jersey de suave lana y cuello alto.
La ropa parecía primorosamente desgastada, como si la hubiera estado usando desde que su madre lo gestaba, porque nada le preocupa más a un montero social que estrenar atuendo y parecer primerizo.
A media mañana subió al todo terreno y el postor lo depositó, con el secretario que le había sido asignado, en el puesto que le habían destinado, en teoría el mejor de la batida.
El secretario distribuyó en el puesto la “Expres” de doble cañón y seis mil euros de precio, la canana con las balas de 7 milímetros Magnum, la cantimplora con agua, el termo con café, el táper con los sándwiches y la petaca de Glenfiddich.
A mediodía empezaron a oírse en la distancia los ladridos de las rehalas y el secretario aguzó su atención.
Era el secretario un mozo oscuro y taciturno, franco y servicial que compartía con el señorito el gusto por la caza. Pero tardaba medio año en ganar como gañán los seis mil euros que había pagado el de Madrid por el puesto.
El secretario, con la connivencia del guarda de la finca unas veces, con la benevolencia del dueño otras y, las más arriesgando multas y cárcel, recurría al furtiveo para satisfacer su pasión cinegética.
Lo hacía solo. Tenía que rastrear el monte hasta descubrir la pieza, aproximarse a ella confundiéndose con el entorno para que no lo descubriera, administrar su rumbo para que el aire no llevara su husmo al bicho, abatirlo con un único disparo en un punto de fácil huida de los guardas, desollar la pieza, guardar en el zurrón lomos y jamones y limpiar el entorno de pistas que lo pudieran delatar.
Como secretario del cazador urbano, su cometido era alertarlo de la presencia de las piezas, aconsejarlo sobre el mejor momento del tiro, hacerle cómodo el aguardo y tomar nota para encontrar con facilidad una vez finalizada la montería, el lugar donde habían caído las piezas abatidas.
Hay tiradores expertos y tiros de fortuna que logran abatir una pieza a 400 metros de distacia.
Sobre las tres de la tarde cesan los ladridos de las rehalas y poco después, cuando llega el postor y se le da cuenta de las piezas abatidas y de su probable situación, el señorito sube al todo terreno y es devuelto al caserío para que reponga fuerzas con un almuerzo reparador, comente con los demás las aventuras vividas y se fotografé con las piezas cobradas.
Esa, más o menos parecida, fue la fascinante aventura cinegética de Garzón, Bermejo y los otros cazadores urbanos de sus séquitos.
Un cazador urbano se parece tanto al rural como el soldado de un pelotón de ejecución y el de un pelotón de asalto: ambos se dicen soldados pero mientras los segundos conceden al oponente la oportunidad de defenderse, el único riesgo que afronta el del pelotón de ejecución es el de levantarse al amanecer.