domingo, 5 de abril de 2009

PAGANISMO Y SEMANA SANTA

En esta semana de exaltación de la divinidad conceptual e inabarcable de la esencia, el andaluz le da respuesta sensual al misterio incomprensible de la existencia.
Por eso, el dios único e incorpóreo al que desde hace siglos adoran los andaluces como síntesis de sus primitivas divinidades paganas, sufre, padece y muere cada Semana Santa en las calles de Andalucía.
Son fiestas de glorificación del sufrimiento carnal que, como colofón casi meramente episódico, culminan con la resurrección del Dios Redentor.
Una singularidad más de esta Andalucía inmutable, diferente del mundo cristiano en el que la Historia se empeñó en situarla.
Porque, mientras el resto de la Cristiandad se estremece con el misterio de la Resurrección como eje de su creencia, Andalucía lo hace frente a la evidencia del sufrimiento y la muerte del Redentor.
Con sus Cristos agonizantes y sus Vírgenes dolientes los andaluces se empeñan en humanizar la Divinidad porque necesitan dioses que compartan su dolor de morir y su gozo de vivir.
No es petulancia de paganos elevar al hombre a la cúspide jerárquica de la creación, sino tributo al Creador por la perfección de su obra.
Para el andaluz, la Pasión y Muerte del Redentor serían inexplicables si Cristo, además de Hombre, no fuera también Dios porque ningún mortal se resignaría voluntariamente a renunciar al esplendor de la vida en Semana Santa.
Si el Paraíso prometido a los buenos no es como la Andalucía exultante de estas fechas, debe parecerse mucho:
Después de los días mustios del tedioso invierno, un sol benévolo derrama su luz dorada sobre los campos andaluces, una perfumada brisa Atlántica riza los tallos verdes de sus trigos, el empalagoso aroma del azahar excita los ardores adormecidos y el trino estrepitoso de los pájaros modula la paz crepuscular.
Puede que los que por primera vez asistan a ellos se dejen engañar por la tenebrosa teatralidad de los desfiles procesionales, por el lúgubre aspecto de las espectrales filas de encapuchados y el monótono percutir de los tambores.
Pero si, en la incierta hora que preludia el alba, escuchan la voz ronca que silencia a los demás ruidos y los armoniza en el arabesco sonoro de una saeta, nunca olvidarán que, en Andalucía, hasta el lamento por la muerte es un canto a la vida.