martes, 30 de junio de 2009

LA DICTADURA DE LA ORTODOXIA

Gracias a los que osan discrepar de las doctrinas y prácticas dócilmente aceptadas por sus coetáneos, la Humanidad se despereza a veces, sacude su plácida modorra conformista y progresa en bienestar y conocimiento.
Sin los heterodoxos, que intuyen, formulan y propagan ideas que a la ortodoxia instalada les parecen chocantes, los pueblos seguirían siendo manadas de individuos que, como los rebaños de mamíferos silvestres, habrían evolucionado solamente lo que les hubiera dictado la naturaleza.
Sin el atrevimiento de los disconformes, el sol giraría alrededor de la tierra, el paisaje seguiría tan puro como cuando Dios creó el mundo y el individuo más astuto o vigoroso sería el amo de los más candorosos y débiles.
Incómodo ha sido siempre para los heterodoxos su atrevimiento al formular propuestas que se apartaran de las creencias establecidas y lo pagaron, en el mejor de los casos, con el aislamiento social de los que temían perder su comodidad si se admitían las nuevas teorías.
Pero la oposición interesada a las nuevas ideas casi siempre la compensaba el prestigio intelectual que, tácitamente al menos, se reconocía al disidente.
Ni es España el único país del mundo en el que la sociedad ha intentado acorazarse contra el contagio de las ideas heterodoxas, ni en el que con más ahínco se ha combatido al disidente.
Todas las culturas de moda los persiguieron: la musulmana aisló tanto al judío toledano Aben Ezra, precursor de la libre interpretación de los textos sagrados, como al cordobés Averroes, que equiparaba la razón al alma humana, y abogaba por el coprotagonismo de hombres y mujeres en la ciencia y la cultura.
Raimundo Lulio, Miguel Servet, o Luis Vives le olían a chamusquina a la ortodoxia cultural cristiana y Jovellanos, Blanco White o Goya a los que defendía la pureza del pensamiento castizo frente a la contaminación enciclopedista.
Hasta el último tercio del siglo veinte, los heterodoxos tenían un prestigio intelectual popular que compensaba su aislamiento oficial. A los que propugnaban la democracia como vía para el callejón sin salida de la Dictadura, sus compatriotas los aureolaron como a héroes.
A aquel esplendor del prestigio de los heterodoxos sucedió, sin transición apreciable, la reprobación de los pocos que se atreven a no aplaudir la nueva ortodoxia.
Nunca en la Historia de España—y aunque peque de exagerado o pretencioso me atrevo a decir que de ningún pueblo—el heterodoxo ha estado tan aislado y perseguido como en la España postdictatorial.
Nunca, como ahora, la dictadura de la ortodoxia había sido tan sutil, tan monolítica y tan infranqueable.