domingo, 5 de julio de 2009

ORGULLO HOMOSEXUAL

Es razonable que quien logra con dedicación, talento o ingenio lo que anhelaba conseguir se sienta orgulloso de haberlo alcanzado.
Pero quien se enorgullece de lo que es, sin haberse esforzado en ganarlo, es un engreído o un fanfarrón, que evidencia su pretensión patológica de proponerse como ejemplo para los menos favorecidos.
Un homosexual que hubiera tenido que sobreponerse a dificultades que le impidieran dejar de ser heterosexual sería comprensible que se sintiera orgulloso de poder adecuar su comportamiento a sus inclinaciones íntimas.
Pero la mayoría de los homosexuales afirman que su condición es consecuencia de la discordancia entre su fisonomía y sus innatas inclinaciones sexuales.
Es innegable que la sociedad ha aislado y perseguido a los homosexuales y les exigía que su comportamiento fuera acorde a su apariencia visible y no a la sensibilidad que albergaba su interior.
Esa presión para que se comportaran como lo que parecían, y no como lo que eran, hizo de los homosexuales víctimas perseguidas con diferentes grados de crueldad a lo largo de la historia.
Puede que la discreción de simular su condición aguzara la prudencia de los homosexuales y estimulara su ingenio más que a quienes la naturaleza dotó de fisonomía e inclinaciones concordantes.
No ha sido la homosexualidad estorbo para que su condición les impidiera contribuir al progreso de la ciencia, la cultura y el bienestar, tanto como los heterosexuales.
Ha sido decisiva su conducta mesurada, y discreta casi siempre, para que la sociedad haya acabado aceptando su derecho a la igualdad de trato, sin consideración a su singularidad.
Siempre se ha reconocido su buen gusto natural, su refinamiento estético y su pleitesía a las manifestaciones de la belleza.
Choca por eso la extravagancia chabacana de esos desfiles verbeneros con que, desde hace un tiempo, los homosexuales exhiben, proclaman y celebran su condición.
Es, aunque no lo pretendan, como si se propusieran como ejemplo de una meta lograda, que los heterosexuales deberían intentar alcanzar.
Es inexplicable esa súbita necesidad de proclamarse diferentes, en ciudadanos generalmente prudentes, que durante siglos exigieron que se les considere iguales.
Quizá se deba a una confusión semántica y los homosexuales, en lugar de sentirse orgullosos de su singularidad, quieran expresar en sus desfiles el orgullo de no tener que ocultarla como si fuera un delito.
De la sabiduría demostrada por muchos homosexuales eminentes cabe esperar que no pretendan inducir a los demás a que sigan dictados a los que su predisposición no los incline.
Sería caer en el error de que fueron víctimas cuando la incomprensión de una sociedad fanáticamente heterosexual persiguió a los homosexuales porque no cumplían lo que su innata proclividad les vedaba.