jueves, 19 de noviembre de 2009

NI EN LOS PUEBLOS HAY PUDOR

Si algún escéptico necesita una prueba empírica del cambio radical que las costumbres de los españoles han experimentado en los últimos años, que salga del bullicio babilónico de la ciudad y vuelva a la mesurada apacibilidad de un pueblo.
Mucho antes del apostolado gubernamental para la correcta autosatisfacción personal, e incluso antes de que la minifalda dejara ver lo que solo imaginar era pecado, el pudor y el recato eran normas de conducta obligada en los pueblos de España.
Ya no.
La semana pasada, por una de las calles de uno de esos pueblos en los que hasta hace no mucho tiempo se ocultaba a los ojos concupiscentes lo que pudiera excitar la lascivia, presencié lo que, en mi infancia, no pude fantasear que llegaría a ver:
Pasaron ante mí indiferentes, bamboleando las protuberancias que acreditaban su condición de hembras, sin sujetador que ocultara a la vista de los machos lo que la naturaleza les dio para enardecer en la intimidad instintos impuros.
A la vista del descaro exhibicionista de que fui involuntario testigo, evoqué un recuerdo de infancia en ese mismo pueblo.
Una opulenta rubia, con las mejillas arreboladas y el apetitoso cuerpo a medio ceñir por una bata guateada rosa, se encaraba a una multitud de vecinas que le afeaban su adulterio, y protegía al avergonzado amante que intentaba ocultarse tras una cortina.
--Yo hago con mi cuerpo lo que me da la gana
Aquella heroica frase de la precursora de los tiempos actuales,que nadie entonces podía imaginar que llegarían, me volvieron a la memoria al ver pasar a las descaradas discípulas de Betty Friedan y Germaine Greer.
Las hembras seguidoras de braless mouvement de mi pueblo no alardeaban a gritos su desafio porque no podían hacerlo. Eran cabras.