jueves, 25 de marzo de 2010

DESPENALIZAR Y REGULAR LA CORRUPCION

La discusión sobre los frecuentes casos de corrupción había encrespado el habitualmente mesurado tono de la tertulia de viejos de la que era mentor y árbitro Salomón Cabeza Sagaz.
--“Vuestro Estado de Derecho”—acusó Ramón Pichaymedia a El Ditero—“no es más que un Estado de Delincuentes. Nunca tantos habían robado tanto”.
--“El Estado de Derecho”—replicó el increpado—“permite que se denuncie a los sinvergüenzas, mientras que la Dictadura castigaba a quienes los denunciaban”.
--“Había menos corrupción”—sentenció Ramón—“porque los funcionarios temían al castigo de la autoridad”.
--“Y ahora parece que hay más porque los fascistas aprovechan la libertad de prensa para desprestigiar a la democracia”.
Salomón, al que llamaban Alfonso Décimo por la sabiduría que le reconocían, asistía a la disputa aparentemente desinteresado, aunque consciente de que le solicitarían arbitraje.
--¿“Hay ahora, Salomón?”—se decidió Ramón—“ ¿más corrupción que antes?”.
--“¿No es verdad que la democracia?”—arrimó el ascua a su sardina El Ditero—“puede solucionar mejor que la Dictadura el problema de la corrupción?”
Aunque estaba preparado desde hacía tiempo para intervenir y poner orden, Alfonso Décimo se lo tomó con calma. Apuró el resto de manzanilla, se sirvió otra copa, escogió la loncha de jamón mejor veteada de tocino, la engulló y miró como con sorpresa a sus contertulios.
--“Escandaliza la poca honestidad de los gobernantes y no su incompetencia”—masculló—“aunque los hayáis votado para que resuelvan los problemas que prometieron solucionar y eviten los que deberían haber previsto que surgirían”.
Desde el Olimpo de su sabiduría los amonestó:
--“Si queréis gobernantes frugales, escoged un ermitaño que haya optado por la pobreza como forma de vida. El político aspira, ante todo, a conseguir y conservar el poder”.
--“La rapacidad es un vicio en todo ser humano, pero no el que debería servir de baremo para enjuiciar a un político que, ante todo, debe resolver los problemas de sus conciudadanos y si además lo hace sin forrarse, mejor que mejor”.
Lo miraron desconcertados, pero El Ditero se atrevió:
--“Entonces, ¿todos los políticos se aprovechan del poder para hacerse ricos?”.
--Todos los que crean que el peligro de que los descubran es menor que el beneficio que obtendrán”.
Les explicó que si hay más denuncias de funcionarios corruptos es porque los políticos, al vender sus favores, cambian lo que no es suyo por lo que les pertenecerá en propiedad y porque los políticos están más expuestos que otros ciudadanos a la fiscalización pública de sus actos.
--“Pero el Estado de Derecho puede acabar con la corrupción”—casi imploró El Ditero—“mejor que la Dictadura”.
--“Efectivamente”—concedió Alfonso Décimo—“bastaría repetir lo que ya hizo con el adulterio, la mariconancia, el consumo de drogas o el aborto: despenalizar la corrupción y regularla.
Lo miraron expectantes:
--“Lo peor de la corrupción es que suscita muchos agravios comparativos, por no estar regulada. ¿Es lo mismo vender favores al que te regale unos trajes, al que te pague 40 millones por unos cursos en Nueva York o 1600 millones por emplear a tu hija? Debería aprobarse una ley que fijara topes máximos para los distintos favores administrativos irregulares, que el corruptor podría deducir como gastos en su declaración de la renta y el corrompido sumar como ingresos en la suya.
--“Y sería”—aplaudió Ramón Pichaymedia—“una forma de luchar contra la economía sumergida”.
Salomón concedió:
--“Sería eso, además”.