viernes, 2 de julio de 2010

ZAPATERO, MEROVINGIO

Además de recurso para redimir deslices por desenfrenos sensuales, la autoflagelación sería un pasatiempo inocuo, si los españoles dosificaran la penitencia.
Quien tache de frívolo y veleidoso a José Luis Rodríguez Zapatero se autodefine, por contraposición como sólido y formal aunque, al elegirlo, lo hiciera porque representaba el arquetipo de ciudadano que deseaban imitar.
La mayoría estimó que era el que mejor sintetizaba las virtudes que, en el que gobierna, buscan los gobernados. La contumacia al reelegirlo descarta la posible queja de que lo hicieron engañados porque habían tenido cuatro años para desenmascarlo.
Así que todas las críticas a Zapatero no son más que hipócritas disculpas de quien no quiso ver lo que ahora es imposible ignorar.
Pero la habilidad de Zapatero para “agachar la cabecita y decir que lo blanco es negro” de la bulería de Porrina de Badajoz, ¿es o vicio o virtud?
A lo mejor, ni lo uno ni lo otro, sino un recurso útil para conseguir un fin perseguido, propio del político lo mismo que, según Giuseppe Verdi, la mujer es voluble por naturaleza.
¿Es más voluble José Luis Rodriguez Zapatero que lo fue Clodoveo, el primer franco de la dinastía merovingia, y providencial diseñador de la Europa actual?
Clodoveo, cuando se creía irremediablemente derrotado en la batalla de Tolbiac contra los alamanes, y ya resignado a perder su reino, prometió que se convertiría al cristianismo que había perseguido sañudamente hasta entonces, si alcanzaba la victoria.
Ganó y, fiel a su promesa, se hizo bautizar en Reims por el futuro San Remigio que, invocando el tradicional apelativo de los francos, lo amonestó: “Orgulloso sicambro, inclina tu frente. Adora lo que quemaste y quema lo que adoraste”.
Si hubiera conocido la frase, Zapatero la habría relacionado con los argumentos con que Angela Merkel lo convenció de que el decretazo de mayo pasado era su única posibilidad de ganar su particular batalla de Tolbiac.
Esa eterna dialéctica femenina que combina magistralmente promesas y rechazos, y que cuando ya no tuvo más remedio obligó a Zapatero a agachar la cabecita y decir que era blanco el liberalismo que tan negro le parecía, tiene también antecedente femenino en el sicambro Clodoveo, como si Plutarco se empeñara en acollerar al presidente leonés y al rey merovingio cuya católica esposa, Santa Clotilde, lo instaba sin descanso a abandonar el paganismo y abrazar el cristianismo,