jueves, 17 de marzo de 2011

EL DICHOSO Y VIEJO RIO GRANDE

Diga lo que haya dicho el Tribunal Constitucional, a los andaluces les corresponden todas las competencias, derechos y control sobre las aguas del Río Guadalquivir, genuina vena aorta de Andalucía.
¿Es que sobre esa arteria reguladora del flujo sanguíneo en el organismo humano puede decidir alguien ajeno a quien la aloja?
Como los catalanes hicieron con los artículos de su estatuto que el Constitucional declaró incompatibles con la Constitución Española, los andaluces también deberían buscarle las vueltas para ignorar la sentencia que dice que un artículo de su estatuto la contradice.
Hay dos maneras de hacerlo: por las buenas o por las malas.
Por las buenas, y si Extremadura se siente perjudicada por el artículo recurrido,
a) Se podría ofrecer a Extremadura que se constituya en protectorado de Andalucía.
b) Andalucía podría anexionarse la extremeña Badajoz como novena provincia andaluza. (La de Cáceres podría integrarse en Castilla-León, con la que tiene un conflicto similar respecto al Duero, y así habría en España una autonomía menos).
Por las malas, y si Extremadura rechaza esas generosas soluciones al conflicto que ha suscitado, Andalucía tiene un argumento irrebatible con el que justificar la inevitable acción armada:
Como todos los Estados, el andaluz se ha ido forjando a lo largo de tres mil años de Historia extendiendo su control sobre la cuenca del río que la vertebra, en éste caso el Guadalquivir.
Si Extremadura aduce que controla parte de esa cuenca, admite el derecho de Andalucía a ocupar un territorio irredento, para alcanzar su destino nacional.
Queda claro que razones no les faltan a los andaluces para invadir, conquistar e incorporar a su soberanía ese espacio vital (lebensraum) en disputa.
Lo malo es que, posiblemente, si los andaluces se pelearan con los extremeños, los segundos derrotarían a los primeros porque son más austeros, laboriosos y aguerridos.
Además, la inminencia del verano, que por estas tierras aumenta tanto las temperaturas que disuade a sus habitantes de esfuerzos superiores al de abanicarse, es el momento menos oportuno para liarse la manta a la cabeza y andar por ahí, bajo el sol inclemente, expuestos al fuego de las armas extremeñas.
Que los extremeños, pues, se queden con el río, su cuenca, sus peces y sus inundaciones.