miércoles, 19 de junio de 2013

UNA PENA DE MUERTE






 Cada día van a los Centros de Mayores a pasar unas horas con los de su edad, y distraer así su ocio.
  Son nietos de unos abuelos que nunca supieron el significado de la palabra aburrimiento, la menos utilizada en las conversaciones de entonces.
   Cuando los abuelos de ahora eran nietos, todavía no había comenzado la roturación masiva de los campos españoles que, con semillas especiales y el generoso uso de abonos químicos, insecticidas y herbicidas, aumento la productividad de la tierra tanto como disminuyó la fauna que en ella vivía.
   Eran tiempos en que todavía no había necesidad de ecologistas porque la amenaza que ahora ven para la fauna salvaje en los cazadores no la vieron entonces en los exterminadores químicos agrícolas.
   Había españoles que vivían en chozas similares a las que 40 años después ví en Haití, Conakry, Bissau o Kenya y, en las que había junto a la parroquia de mi pueblo, ví matar al burro inútil de un arriero y repartir sus carnes.
    A nadie se le ocurría protestar por aquello ni por los conejos, liebres, palomas, codornices o perdices que a lo largo de todo el año comían  porque la caza y el sacrificio del cerdo familiar  era la casi única fuente de proteínas de la dieta, aparte de las gallinas enfermas o de las ahogadas al caerse al pozo.
   La caza era una necesidad más que una distracción y el perro no era todavía una mascota o animal de compañía sino un valioso colaborador del cazador y, en ocasiones, su más fiel ayudante para el sustento de la familia.
    Ese era “Bizcocho”, un vivaracho perro sin raza definida y corto pelo amarillento que siempre caminaba junto a su dueño, El Virutas, desde casa a la carpintera, y lo esperaba a la puerta del taller para acompañarlo de vuelta a casa.
   Además de carpintero de oficio, el Virutas era cazador en las pocas horas libres que el trabajo le dejaba.
    A la hora de la siesta de un día inclemente del verano, en la que las calles quedaban desiertas y solo se oía el lejano pregón del vendedor de helados, llamaron a la puerta del Virutas.
    Se asomó y comprobó que, como su vecino le había avisado, a lo lejos avanzaba con el hocico por el suelo y caminar errático el “Bizcocho”.
    Entró en su casa, salió con su escopeta de calibre 16 y un solo cañón, le metió un cartucho y disparó sin vacilar.
    Se acercó al perro muerto y le dijo a su vecino: No he matado al Bizcocho, sino a un perro rabioso que se le parecía. Mi perro no hubiera hecho daño a nadie, como éste se lo haría al primero que encontrara.