viernes, 11 de octubre de 2013

DESDE QUE EL HOMBRE APRENDIO A NO ANDAR.-6-CADENA DE MANDO


 Los vecinos debieron considerar tal fracaso su incursión comercial que tardaron muchos años en volver a la aldea del risco, que había extendido su caserío y casi llegaba al millar de vecinos.
Cuando regresaron, además, solo lo hicieron como guías y al servicio de unos extraños, dos de ellos, con el pecho cubierto por una reluciente piel que después se quitaron y subidos sobre unos gigantescos animales que golpeaban el suelo con sus patas delanteras.
Lucían largas barbas, pero de un color pajizo que nunca habían visto y hablaban a uno de la aldea vecina en una lengua que no entendieron.
Les dijo que el más robusto y joven de los extraños era el conde Genarico, nuevo amo de la región llamada Endenterra, de la que la aldea del Risco era fronteriza con un marquesado que pertenecía a otro señor.
Tradujo el intérprete lo que decía el gigante rubio: como en aquella aldea terminaba su condado, se establecería allí una guarnición para protegerla de posibles amenazas enemigas y a las órdenes de un representante suyo, un comendador, al que tendrían que obedecer como si fuera él mismo y que usaría a los soldados de la guarnición para hacerse obedecer.
Cuando se volvieron por donde habían llegado los dos montados y sus acompañantes, tras ellos quedaron en la aldea  seis peones armados con largas lanzas, escudos protectores circulares, cortas espadas de ancha hoja, y unos extraños artefactos colgados que eran, como después supieron, arcos y flechas.
El comendador representante del nuevo amo de la región demostró pronto que era el nuevo amo de la aldea: se instaló en la mejor de las casas del pueblo, ordenó al propietario y su familia que salieran de ella, tomó a su servicio a media docena de las mozas más esbeltas y a un par de zagales forzudos.
Toda la servidumbre quedó a las órdenes de un hombre de barbas blancas, que había llegado con el comendador y a través del que hablaba siempre.
Con el cambio del régimen autárquico anterior al feudal de ahora, otros 16 habitantes de la aldea pasaron a vivir de lo que producía el resto de los vecinos en edad de trabajar.
No habían tenido tiempo de expresar en voz alta su descontento cuando la llegada de un nuevo grupo de forasteros les hizo presentir que sus desgracias no habían acabado.
A lomos de animales parecidos a los que montaba el conde, aunque de menos tamaño  y que después supieron que eran burros, llegaron un hombre de mediana edad con la cabeza extrañamente pelada, larga vestidura de color pardo ceñida a la cintura con un cordón, una mujer más joven, de cabello rubio e igual vestimenta que el hombre, pero sin cíngulo, y un mozalbete de mediana edad.
Los seguía una numerosa cuadrilla de porteadores, cargando a sus espaldas o arrastrando en plataformas con pies redondos una cuantiosa fardamenta.
El anciano de barba blanca que hablaba por el comendador ordenó a los que presenciaban la llegada de los forasteros que comunicaran a los habitantes de la aldea que se reunieran frente a la casa del comendador al dar de mano.
Todos tenían curiosidad, aunque variaban al predecir las nuevas cargas que les impondrían, y fueron los más pesimistas los que más se acercaron a las calamidades que les anunciaron:
El hombre de la barba y la extraña forma de raparse la cabeza, era.  dijo el viejo,  Messer Ramiro de Coblenza, al que el señor conde había encargado predicar el Evangelio a los habitantes de  aquél pueblo, darles a conocer la nueva religión para, después admitirlos en la Santa Madre Iglesia al recibir el bautismo.
Advirtió que el señor conde había mandado que obedecieran todo lo que ordenaran Mosén Ramiro y sus dos coadjutores, bajo pena de severos castigos y avisó que, a partir del día siguiente, todas las familias debían poner al servicio de los recién llegados un varón capaz de trabajar para ayudar en la construcción de una iglesia.
En su propia lengua pero con acento gutural, el de la larga túnica, les advirtió que ningún habitante de la aldea debería faltar a parir del día siguiente, después de dar de mano, a una reunión en la que les explicaría la nueva fe, la única verdadera.
Los niños, en vez de correr y jugar, tenían que asistir cada mañana, a la hora que fijaría la barragana, que es como llamaba a su mujer, para prepararlos para el bautismo.
Con los reclutados forzosos por el recién llegado, cincuenta hombres maduros a tiempo completo y los niños alternándose en el pastoreo del ganado, habían pasado a trabajar para el estado medieval.
La cada vez más compleja organización medieval seguía progresando, fortaleciendo al Estado en la misma proporción en la que debilitaba a la sociedad de la que vivía.