miércoles, 23 de octubre de 2013

DESDE QUE EL HOMBRE APRENDIO A NO ANDAR-11-VALIDOS CAPACES TRAS REYES AUDACES




Coincidieron en el tiempo Carlos I de España, Enrique VIII de Inglaterra y Francisco I de Francia, tres reyes de los cuatro de la baraja, que adoptaron sin necesidad de consejo todas las decisiones para asuntos de paz y cuestiones de guerra.
El cuarto rey de la baraja, el portugués Juan III,  que se dedicó a extender su imperio por Asia y Brasil y a mandarle al archiduque de Austria un elefante como regalo, se apoyaba en el consejo divino, a juzgar por su sobrenombre de El Piadoso.
Los Reyes europeos de aquél tiempo, cuando no guerreaban, se dedicaban a tramar alianzas, que unas veces los hacía socios y otras adversarios.
Los frecuentes enfrentamientos de los tres primeros por la alianza con el Imperio Turco y el peligro que suponía para la Europa cristiana determinó en varias ocasiones el sentido de sus alianzas.
También los alió y enfrentó la disputa por reinos y pequeños estados italianos y el estimulo de ser la potencia dominante en los Países Bajos, punto estratégico indispensable para controlar Europa.
Esos eran los entretenimientos de los reyes de entonces, a los que sus súbditos solo les preocupaban si eran reacios a pagar más subsidios para costear las guerras. 
El sistema absolutista de las monarquías de Francia, Italia y España siguió vigente durante más de un siglo y alcanzó su perfección con el español Felipe II , la inglesa Isabel I y el más ilustrativo de esa forma de reinar, el del francés Luis XIV, ya entrado el siglo XVIII.
El poder de esos reyes personalistas, que tuvieron que luchar para ceñirse y dar lustre a sus coronas, contrastaba con la indiferencia y a veces fastidio con que lo recibían sus sucesores.
Aunque no renunciaran esos reyes nacidos poderosos a sus coronas, delegaron el ejercicio del poder en favoritos, burócratas meticulosos y sin nervio los mejores, y rapaces, intrigantes y venales los demás.
Sin la exigente atención del rey-dueño a sus intereses, que en el caso español abarcaban el mundo entero, los Imperios antes pujantes pasaron a menguantes y, en lugar de esforzarse como antes en extenderlos, ahora se contentaba con conservarlo o perderlo lo mas lentamente posible.
Las guerras expansivas de esos reyes habían exigido un esfuerzo económico desmesurado a sus pueblos, nunca compensado con el beneficio de las victorias y siempre encarecido por el de las derrotas.
La falta de ambición, el exceso de obligaciones placenteras y el tedioso ritual de la etiqueta palaciega obligó con gusto a los reyes a delegar la administración de sus reinos en voluntariosos administradores que, por hacerlo con el valimiento del monarca, se  conocían como validos.
Sin la interesada atención de los que los fundaron, la trama de intereses y fuerzas que posibilitaban el poder se deshacía irremediablemente y los imperios se mantenían, aunque enajenando sistemáticamente propiedades.
Las disputas religiosas, que dieron como resultado un debilitamiento del dogma y  el auge de la razón como brújula que marcara el rumbo y llegar al conocimiento de la verdad crearon una casta de estudiosos y filósofos que, inevitablemente, desembocó en el paulatino reemplazo de la fe por la certeza científica.
Los reyes sustituyeron a sus validos burócratas a partir del siglo XVIII por los conocidos como“ilustrados” que cimentaban su prestigio en el conocimiento y su aplicación  para administrar el Estado.
La adopción por parte del rey de las propuestas de sus ministros ilustrados mejoró  la administración, la economía, las comunicaciones y la sanidad en los países en los que los reyes delegaron en ellos el poder.
La población de Europa, que se cifraba el siglo XVI en 70 millones, llegaba a 200 millones al final del XVII y rozaba los 300 millones (un amento del 50%) en el siglo de gobiernos ilustrados.