miércoles, 26 de marzo de 2014

LA TRANSICION Y SUAREZ



Los  Santos no suben a los altares hasta después de muertos y los políticos tienen que perder el poder, y hasta la vida, para que se reconozcan sus méritos.
Después de enterrado Adolfo Suárez  en medio de la pugna de elogios de quienes lo forzaron a dimitir,  (socialistas , nacionalistas, comunistas, populares y, sobre todo, los desleales de su propio partido)  es momento  de analizar su labor en la transición de la Dictadura al Parlamentarismo.
Adolfo  Suárez, ante todo, fue el timonel que el Rey seleccionó para pilotar su proyecto de llegar a un régimen de participación popular en la formación de gobiernos desde un sistema en el que todos los poderes del Estado se concentraban en la persona de Franco.
Había que hacerlo de prisa para que los ideológicamente excluidos de las mieles del poder participaran en el festín de gobernar y los que lo habían disfrutado en tiempos del  Dictador no se sintieran excluidos por su pasado.
Unos y otros fomentaron el recuerdo de una guerra trágica para sacar provecho de las  indefinición del futuro y beneficiarse del miedo a un nuevo conflicto civil.
Como consecuencia, la prisa por salir de la crisis relegó a un segundo plano la conveniencia de que las reglas fundamentales de convivencia fueran sólidas y duraderas.
Dos de esos pilares del futuro, la Constitución y la Ley Electoral para regular el relevo en las responsabilidades gubernamentales, se hicieron más bajo la presión del tiempo que de su durabilidad  y se demostraron pronto ineficaces, aunque todavía sigan en vigor.
De la ley electoral es consecuencia que el poder emane a los electores desde las cúpulas de los partidos y, de la Constitución que ni siquiera las dos regiones bajo cuya amenaza separatista se elaboró el sistema de las autonomías haya mitigado su impulso centrífugo, sino todo lo contrario.
El Título octavo de la Constitución, en vez de limitar y calmar el separatismo de las Vascongadas y Cataluña, lo ha contagiado a las otras regiones españolas.
El sistema de autonomías, inventado a toda prisa para integrar en España a todos los españoles,  se ha demostrado con el tiempo la mejor herramienta para su desintegración.
Es imposible que, si Adolfo Suárez ejecutó por encargo el período político conocido por transición, fueran solamente suyas las consecuencias de lo que el paso del tiempo demostró que fueron errores o aciertos.
Siempre tuvo oportunidad quien lo encargó del proyecto de corregir los fallos o reemplazarlo por otro. Y no lo hizo, o bien lo hizo de tal manera que el sentido de responsabilidad histórica de Suárez  hizo aparecer su dimisión como decisión exclusivamente personal.
De hecho, el período de Transición no se completo hasta que el representante de uno de los partidos políticos vencidos en la guerra llegara al poder bajo la Monarquía.
Cuando las elecciones del 28 de Octubre de 1982 dieron 202 escaños al socialista Felipe González y solo dos a Suárez, la Transición del franquismo al postfranquismo había alcanzado su objetivo: cerrar el paréntesis de gobiernos no electos que se abrió al terminar la guerra, y hacer que la situación política enlazara con la de antes de la guerra.
Ese 28 de Octubre, mientras jugaba al ping pong en Lisboa con el embajador de España y padrino de mi hija Rocío, Ramón Fernandez de Soignie, seguíamos por radio el recuento de las elecciones que dieron 202 escaños a Felipe González y solo dos a Adolfo Suárez.
Me vino a la memoria una mañana de seis años antes en Viena.
Hacía el Rey su primera visita a Austria y, mientras admiraba en el Museo Etnológico el penacho de Moctezuma que, regalado por el emperador azteca fue enviado a Alemania para el emperador Carlos V,  comentó a Pepe Oneto, quizá Colchero y a mí, que cubríamos la visita: “Veis, esto es lo que yo quiero para España, que un  gobierno socialista como es el austríaco, respete y se sienta parte del pasado de su país”.