martes, 20 de mayo de 2014

LA IGUALDAD


Cada  individuo de la especie humana es único y distinto a los demás. Cada hombre es diferente a los otros hombres y cada mujer distinta a las otras mujeres.
Todo hombre es único y diferente a los demás de su género y cada mujer es única y distinta a las otras mujeres y, si todo varón es único y cada mujer es única, mujeres y hombres son doblemente diferentes.
Mujeres y hombres son diferentes de los demás individuos de su mismo sexo y de los del sexo contrario y, aun en el caso improbable de que la similitud fisiológica de dos humanos justificara confundir sus identidades, serían distintos porque cada uno tendría sus propios recuerdos y respondería de forma diferente a estímulos idénticos.
Por eso, cada persona es única y diferente de las demás y ninguna es igual a su semejante.
Si tan clara es la desigualdad definitoria del ser humano, ¿qué propósito esconde regular las relaciones sociales basándolas en la antinatural igualdad?
Cada hombre, por ser distinto a los demás, es capaz también de desarrollar diferente intensidad de ingenio, esfuerzo, audacia y suerte, que lo situará en la posición social equivalente al fruto de esas virtudes.
Pero es natural en la condición humana fijar como referente de la propia condición al que ocupa posiciones más elevadas y atribuir esa preeminencia no a su mayor esfuerzo, sino a sus procedimientos inmorales.
Fue ese el paso inicial de la revolución que supuso el ascenso  de los ilustrados, la aristocracia del saber que, en el siglo XVIII, reemplazó en el ejercicio del poder a la aristocracia heredada.
Proclamaron la igualdad como derecho de todos los hombres y, como habría sido un atrevimiento ridículo negar la diferencia natural de todos los seres humanos, condenaron la desigualdad social como perversión resultante de la explotación de unos seres humanos por otros.
Esa provechosa interpretación de la realidad social generó una primera consecuencia favorable a sus formuladores: si todos los hombres somos iguales, a todos nos corresponden los mismos derechos, entre ellos el de decidir en condiciones de igualdad.
Es mayor el número de los humanos que se sienten perjudicados que los que asumen su capacidad de perjudicar.
Por eso, los que establecieron como verdad la mentira que es la igualdad y, como consecuencia, lograron que se reconociera igualdad de decisión a sabios y necios ( “que no saben”, etimológicamente del verbo latino nescire, negación de scire (saber), cultivan a los necios y menosprecian a los que saben.
Consecuencias de esta cadena de despropósitos: cualquier español tiene igual capacidad de decisión sobre el fárrago burocrático de la Unión Europea, la conveniencia coyuntural de reducir o incrementar la emisión de títulos de deuda pública, el exceso o escasez de empleo público y la mayor o menor conveniencia de economía privada o pública.

Así llevamos desde 1978 y nos admiramos de que la situación no sea buena. Lo milagroso es que no sea peor.