jueves, 12 de marzo de 2015

LA SEGUNDA TRANSICION



Durante años, y todavía, el recorrido de los españoles para transitar desde un régimen de responsabilidad política unipersonal a otro colectivo se consideró ejemplar para otros pueblos que se vieran en las mismas circunstancias.
Con el paso del tiempo, y 37 años después de que entrara en vigor la Constitución que remató la llamada Transición, se generalizan las dudas sobre el acierto del proceso de cambio y la idoneidad de la constitución resultante.
O las alabanzas generales a la transición española eran exageradas antes o son injustas las críticas actuales a su idoneidad.
Queda una tercera posibilidad intermedia: que la transición política española sirvió para salir del paso en una situación extrema, pero es inadecuada una vez descartada la amenaza que la propició: el temor cierto o imaginado de recurrir a la fuerza lo que podría evitarse con un pacto insatisfactorio.
“Un ejército de doctores”—había avisado ya el cordobés Averroes—“no basta para cambiar la naturaleza de un error y hacer de él una verdad”
O fue un error la ejemplaridad de la transición o lo es la supuesta inevitabilidad de liquidar ahora la Constitución emanada la Transición, y arriesgarse a cambiarla por otra que puede o no ser la más adecuada para el presente y el futuro.
Lo que se intentó con la Transición de hace 40 años y lo que se pretende con la que se propone ahora es lo mismo: adecuar el conjunto de leyes  que enmarcan los hábitos de la población y regulen su convivencia.
En 1975 se trataba de que los ciudadanos, desde tiempo inmemorial y más en los últimos 40 años entrenados para obedecer lo que sus gobernantes les mandaran, decidieran por sí mismos quien los mandaría y exigieran a los que se comprometían a obedecer lo que les debería mandar.
Al régimen anterior a 1975 se le denominaba dictadura y al de después de 1978 se le conoció por democracia.
Simplificando, la democracia consistió en que los que antes solo obedecían, pasaron a elegir a los que deberían mandar,  por lo que esa reducción al mínimo del amplio concepto de “democracia” quedó rebajado a “elecciones”.
Tanto como un error ideológico, la transición consistió en una trampa retórica: englobar en una parte de la democracia (la votación) la totalidad del sistema (la responsabilidad compartida de ciudadanos autosuficientes).
Los españoles, que en ningún momento de su larga historia habían sido entrenados para sobrevivir sin tutela de los poderosos, continuaron precisando la orientación, guía, subvenciones y el amparo para que los poderosos los educaran, curaran, protegieran y les dieran techo, pan y trabajo.
Los 37 años transcurridos desde la transición, que culminó en la Constitución que les otorgó la ficticia democracia nominal que ha continuado la eterna tutela de los poderosos sobre los ciudadanos españoles, han sido años perdidos.
Como desde siempre, los españoles siguen siendo menores de edad: necesitan que los curen, alimenten, eduquen, alojen, subsidien y les den empleo los que manden, los que a cambio les dicten lo que deben votar para seguir trabajando, comiendo, estudiando, alojándose y divirtiéndose.
¿Merece la pena sobrevivir por uno mismo, a cambio de la libertad y de sus riesgos?
Esa es la cuestión.