miércoles, 8 de abril de 2015

EL FUGITIVO ÁPODO ( PRIMER CAPÍTULO DE UNA HISTORIA DE ESPIAS)



EL FUGITIVO APODO - 1

(Me he resistido, por pudor, a narrar en primera persona lo que me parecía que merecía la pena ser contado. Pero, en el caso de la aventura del fugitivo ápodo, saltarme esa regla es inevitable y, además, más cómodo. Es uno demasiado viejo para hacer esfuerzos innecesarios).

Como todos los días del año, también aquel domingo otoñal languidecía la populosa aldea de Lisboa. El sol ya se había marchado hacia América y, como todos los atardeceres, el  siempre recatado Largo da Rosa se aletargaba en su desierta soledad, sin vecinos ni perros.
Desde el balcón corrido del Palacio da Rosa de paredes cárdeno rosadas y puertas verdes, que destacaba como el único edificio del barrio sin desconchones, se contemplaba la ciudad gris y descascarillada.
Ya había enviado a la Central de la Agencia de Madrid los resultados, clasificación y croniquilla de los partidos de fútbol dominicales, un servicio al que estaban abonados clientes de España y América Latina, y me disponía a tomar el ascensor para ir del segundo piso de oficinas al superior, mi residencia como Delegado.
Fue en ese momento cuando sonó el teléfono. Llamaba Diego Carcedo, corresponsal en Lisboa de Televisión Española.
--“Me parece”—me dijo—que te he metido en un embolao, pero todavía estás a tiempo de evitarlo si no contestas cuando llamen a la puerta.
Me dijo que un tipo le había preguntado por la dirección de la Agencia EFE y se la había dado.
Volví al balcón, picado por la curiosidad y, poco después llegó un taxi a la placita. El taxista tocó el timbre de la puerta y me pidió que bajara.
Lo hice. El pasajero era un sujeto mal trajeado, de mediana edad y, lo más llamativo, sin piernas.
Me preguntó si yo era el que se suponía que era y, satisfecho, me espetó que venía huyendo y que tenía que contarme una cosa importante de ETA antes de que sus perseguidores se lo impidieran.
El taxista bajó del portaequipajes una silla de ruedas plegada, la desplegó, el ápodo se acomodó en ella, lo subí por el ascensor hasta el piso de oficinas y empezó su historia.
Mi interés en escuchar lo que tuviera que decirme se acrecentaba porque, por aquellos días, toda la policía española estaba enfrascada en la búsqueda del empresario Revilla, secuestrado por ETA.
Me propuso que, a cambio de un pasaje aéreo hasta Madeira, desde donde continuaría hacia América su fuga de los etarras que lo perseguían, me proporcionaría información que podría ayudar a liberar al secuestrado.
Hasta al individuo con menos olfato le hubiera olido a chamusquina el asunto pero,  peor que ser víctima de un timo, habría sido descartar la remota posibilidad de perder una primicia periodística.
El personaje llegó hambriento y sediento. Pedí que le bajaran un bocadillo y una cerveza y llego con el pedido Piedade, la asistenta interna en mi casa. Aguardó apartada a que terminara su merienda y, según supe luego por instrucciones de mi mujer y de la de Paco Rubio Figueroa, el redactor adjunto al director de la delegación, le retiró el servicio tomando cuidadosamente el vaso con una servillerta.
(Después confesaron que, contagiadas por la suspicacia que levantaba el sin piernas, guardaron el vaso en el que había bebido ¡para conservar sus huellas digitales!
Despedí al fugitivo hasta el día siguiente, prometiéndole que consultaría a la Dirección de Madrid para que me autorizara el gasto del pasaje que había pedido.
En cuanto desapareció en el taxi que llamamos, telefoneé a Madrid. Y hablé con Jorge del Corral, al que ese fin de semana le tocaba responsabilizarse de la marcha de la Central.(Sigue mañana).