sábado, 25 de abril de 2015

PORTUGAL



Ese jardim da Europa a beira- mar plantado que es nuestra vecina Portugal, tan sabia que de España no quiere nem bom vento nem bom casamento, conmemora más que celebra la revolución de los claveles, que fue cuartelazo y no revolución, y en la que un solo clavel en el cañón de un fusil le dio apellido.
Son sabios los portugueses porque de los españoles les llegaron los infortunios de su historia y, una única fortuna: las queridas españolas que alborotaban las castas camas de sus notables.
¿Qué fue, de verdad, aquella falsa revolución?
Un movimiento organizado por los militares de carrera contra los oficiales de las milicias universitarias a los que, para popularizar la interminable guerra colonial, el gobierno de Marcelo Caetano privilegió en los ascensos.
Se añadió a eso el recurso del monetarista primer ministro que, para controlar la inflación, limitó la repatriación a la metrópoli del excedente de las pagas de combate de los destinados a África.
Fue así como una simple protesta profesional evolucionó a la  pomposa gloria de revolución.
No fue un acontecimiento singular porque parecido fue el que hasta entonces había sido el más trascendental en la reciente historia portuguesa, el que en 1910 trajo la república y acabó con la monarquía.
En Octubre de 1910, una manifestación popular contra el gobierno del Rey Manuel II llegó a la Praça do Rossio, donde se topó con tropas dispuestas a dispersarla.
En la huída que los manifestantes emprendieron, uno de ellos, un cojo armado con una escopeta tropezó, se le disparó el arma y los represores militares salieron de naja.
Y, como la historia de los pueblos la hacen sus habitantes, la singularidad de los portugueses menudea de ejemplos que la certifican: el partido comunista, que en el rfesto del mundo encuentra a sus adeptos entre los obreros industriales sindicados, en Portugal gira en torno a los campesinos del Alemtejo que, según las normas generales, deberían ser anarquistas, los más indisciplinados enemigos de los comunistas.
Esa es la Portugal a la que, tras haber vivido en ella once años, quiero, respeto y envidio porque ha sabido negarse a dejarse comprar por el bienestar del consumo desenfrenado, si para ello tenía que renunciar a su singularidad distintiva.