Como cantaba Don Hilarión
en “La verbena de la Paloma” refiriéndose a Don Sebastián, “tiene razón el ministro
Catalá, tiene muchísima razón”, al proponer que se castigue al que revele lo
que debería permanecer secreto, y así garantizar la presunción de inocencia.
Pero se equivoca
el ministro porque el castigado debería ser el juez o funcionario judicial que
cobra por garantizar la confidencialidad y no el periodista, que cobra por
divulgarla.
Si castigara a la
prensa sancionaría a quien cumple su obligación y eximiría a los que la
incumplen.
Porque la
filtración que señala como culpable ante la opinión pública al que todavía solo
es sospechoso no es obra del periodista, sino de esas “fuentes” que tan
celosamente mantienen su anonimato para no perder su empleo.
Si el sistema
judicial y policial se limitaran a cumplir con su obligada discreción al
investigar delitos, los periodistas tendrían que esperar a que se enjuicie y
dicte sentencia para difundir los pormenores del caso.
Porque es
obligación de policías y jueces preservar el secreto de lo que investiguen,
mientras que la de los periodistas es satisfacer la curiosidad de sus lectores
adelantándose, si pueden, a lo que se revelará en el juicio.
Es obligación del
ministro Catalá, por su parte, hacer todo lo posible para que un enjuiciado
reciba una sentencia justa, al final de un proceso en el que su presenta
inocencia se haya respetado.
Y, si a alguien tiene
que sancionar para conseguirlo, que sea al funcionario que no supo guardar el
secreto y no al periodista, que cumplió su obligación de difundirlo.