lunes, 4 de mayo de 2015

LICENCIA SANITARIA PARA LA ELABORACION DE ALIMENTOS



En los tenebrosos tiempos precibernéticos anteriores a la cremallera, ese artilugio que oculta lo que no es conveniente que se vea, se decía que “para muestra basta un botón”.
Entendía el que lo oía que el que lo había dicho se refería a que conocer sólo una parte de la totalidad bastaba para conocer todo el conjunto.
Ínfima, pero parte del apabullante Estado que nos priva de libertad a cambio de una seguridad que no es capaz de garantizar, es la licencia sanitaria para la elaboración de alimentos.
Es indispensable, y hay que pagar para que te la concedan y poder abrir al público tabernas, restaurantes, merenderos, confiterías, pastelerías, chiringuitos y similares.
Un documento, que ha de ser colocada en sitio visible, sirve para tranquilizar a los clientes de que no te darán gato por liebre y de que los manipuladores de comidas y bebidas lo harán con la más exquisita asepsia.
¿Podemos consumir tranquilos lo que comamos y bebamos en los establecimientos que exhiban el papelito?
Mejor no. ¿quien impide al cocinero rascarse instintivamente por debajo del blanco gorro si le pica la cabellera?
¿Y si al pinche madridista que discute acaloradamente con el respostero barcelonista se le escapa un escupitajo de desprecio al árbitro?
Hora punta laboral: el cocinero, acuciado por la urgencia, deja los fogones y calma su desasosiego en el aséptico servicio de nítida blancura pero, temiendo que se le queme el guiso, se olvida de lavarse las manos antes de reanudar su tarea.
Hay soluciones para todos esos imprevistos: crear un cuerpo de vigilantes “in situ” integrado por familiares y allegados políticos de los gobernantes que, por gozar de su plena confianza, sean incorruptibles en la denuncia de las transgresiones.
Si, ni así se garantizara la total asepsia en los establecimientos públicos de comidas y bebidas, cerrarlos todos y que cada cual coma y beba en su casa.