El viejo Raul
Castro no tiene remedio: a pesar de ser hijo de explotadores, hizo una
revolución libertadora, se proclamó comunista aunque provocó artificialmente
las condiciones revolucionarias donde no existían y ahora dice que volverá a
ser católico porque le gusta el jefe del catolicismo.
Es como el
telespectador que compra lo que no necesita, únicamente porque lo atrae el
talle de la anuncianta.
¿Qué hará si
el Papa que suceda al de ahora dice lo que a Raul Castro no le guste oir?
Parece como si
al segundo de la dinastía dictatorial cubana de los Castro lo impulsara más la
energía telúrica de los cañaverales de la finca de su padre que la inflexible
lucha de clases comunista.
Como las cañas
azucareras paternas, se inclina astutamente en la dirección en que soplen los
vientos huracanados caribeños para que no las tronchen.
La fe
religiosa de Castro es tan oportunistamente falsa como su ideología política:
es una simple herramienta para conservar lo que tiene añadiéndole lo que le
falta.
Más que
revolucionarios, los Castro han sido y son hábiles manejadores de un maquinón
por las estrechas y retorcidas callejuelas de la vieja La Hababa: tuercen a la
derecha para evitar la esquina a su izquierda, y a la izquierda para no chocar
con la de la derecha.
Todo eso,
mientras hacen sonar las maracas y mueven rítmicamente los anchos volantes de
las mangas de sus brazos, como si estuvieran actuando en el Tropicana.
Porque eso sí
que sí: Raul, como su hermano Fidel, es un espectáculo entretenido para los
turistas.