Desde que a esa
práctica habitual de aprovecharse del cargo le pusieron el nombre de corrupción,
aquí no se habla más de acabar con ella, como si se tratara de prohibir el
estornudo.
Los que mandan
siempre se han aferrado a su cargo y solo lo han dejado porque otro más cruel,
más astuto o menos escrupuloso se lo quitó para quedárselo.
Y, si eso es de
aprovecharse en provecho propio es tan antiguo, ¿por qué a los modernos les da
por hablar tanto de algo tan natural en el ser humano?
Por el
desenfrenado y contraproducente abuso de la libertad de prensa.
Los periódicos,
las radios y las televisiones denuncian la corrupción solo en el caso de los
notables, de los que han alcanzado tal preeminencia social que castigarlos
podría servir de escarmiento para los mindundis, para los que ni son ni se les
conoce.
Y ahí está el
error. Si la corrupción es propia de los triunfadores sociales, el magnetismo
de triunfar socialmente siempre atraerá más que la repulsa contra los que, por
un descuido, fueron sorprendidos.
Ese catálogo de
corruptos famosos es lo contrario de la vida de los santos, que se recetaba
leer para imitar sus virtudes.
Y gracias a los
abusos de la libertad de prensa, todos conocen al dedillo no sólo los
tejemanejes de los corruptos sino también, y eso es lo peor, los descuidos en
que incurrieron y que permitieron ponerlos en la picota, que es revelar lo que
pretendía mantenerse en sigilo.
¿No empuja a
reincidir al delincuente el convencimiento de que no cometerá a la segunda el
fallo que lo llevó a la cárcel en la primera ocasión?
Pues el mismo
efecto provoca el abuso de publicar detalles que llevaron a señalar como
granuja al ciudadano ejemplar hasta entonces. No repetir su error es suficiente
para que sus lucrativos tejemanejes queden impunes.
Por
consiguiente, para recuperar la honestidad pública perdida, lo mejor es
reestablecer la censura suprimida.