domingo, 17 de mayo de 2015

CONTRA LAS ELECCIONES



El mismo principio básico que se esgrime para justificar esa pachanga costosa que son las elecciones puede aplicarse para evitarlas.
Si todos los ciudadanos somos iguales a la hora de elegir y ser electos, todos servimos para cubrir el cargo público vacante.
¿Para qué, entonces, este ruinoso proceso y el derroche de tiempo y dinero si el mismo fin podría conseguirse gratis y sin marear la perdiz?
Porque un proceso electoral consiste en que el candidato a ocupar un cargo se someta a la tensión psíquica de disimular durante quince largos días lo que piensa y lo que es, para que los electores lo juzguen por lo que les gustaría que fuera.
Son los de la campaña electoral, para los candidatos, quince interminables días de una extenuante partida de las siete y media: han de aparentar lo que quisieran que fuera, con el permanente riesgo de que descubran lo que es.
¿Cómo conciliar entonces, el principio irrenunciable de que, aunque no haya dos personas iguales, todos sirvan para lo mismo?
Lo natural sería que cada ciudadano solucione sus propios problemas sin que haya un grupo reducido obligado a sacar las castañas del fuego a los muchos que no saben asarlas y que, a quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga.
Pero siempre quedan incapaces de valerse por sí mismos que precisen la ayuda de los afortunados a los que les sobra tiempo del que emplean para solucionar sus vidas, y puedan echar una mano para remediar problemas ajenos.
Esos políticos eventuales y forzosos, de los que siempre habrá más de los necesarios, serían los responsables de enseñar al que no sabe, de ayudar al que no puede, de ser sostén del cojo, prótesis del manco y lazarillo del ciego.
Pues que la suerte, neutral de antemano, sea la que marque a quienes deben ayudar a los que necesiten ayuda: un sorteo, en el que involuntariamente participen todos los incluidos en el censo, sería el que decida quienes deben ayudar a los que necesiten ayuda.