El mismo
principio básico que se esgrime para justificar esa pachanga costosa que son
las elecciones puede aplicarse para evitarlas.
Si todos los
ciudadanos somos iguales a la hora de elegir y ser electos, todos servimos para
cubrir el cargo público vacante.
¿Para qué, entonces,
este ruinoso proceso y el derroche de tiempo y dinero si el mismo fin podría
conseguirse gratis y sin marear la perdiz?
Porque un
proceso electoral consiste en que el candidato a ocupar un cargo se someta a la
tensión psíquica de disimular durante quince largos días lo que piensa y lo que
es, para que los electores lo juzguen por lo que les gustaría que fuera.
Son los de la
campaña electoral, para los candidatos, quince interminables días de una
extenuante partida de las siete y media: han de aparentar lo que quisieran que
fuera, con el permanente riesgo de que descubran lo que es.
¿Cómo conciliar
entonces, el principio irrenunciable de que, aunque no haya dos personas
iguales, todos sirvan para lo mismo?
Lo natural
sería que cada ciudadano solucione sus propios problemas sin que haya un grupo
reducido obligado a sacar las castañas del fuego a los muchos que no saben
asarlas y que, a quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga.
Pero siempre
quedan incapaces de valerse por sí mismos que precisen la ayuda de los
afortunados a los que les sobra tiempo del que emplean para solucionar sus
vidas, y puedan echar una mano para remediar problemas ajenos.
Esos políticos
eventuales y forzosos, de los que siempre habrá más de los necesarios, serían
los responsables de enseñar al que no sabe, de ayudar al que no puede, de ser
sostén del cojo, prótesis del manco y lazarillo del ciego.
Pues que la
suerte, neutral de antemano, sea la que marque a quienes deben ayudar a los que
necesiten ayuda: un sorteo, en el que involuntariamente participen todos los
incluidos en el censo, sería el que decida quienes deben ayudar a los que
necesiten ayuda.