¿Qué le importa
al cerdo el nombre del porquero? ¿Aligera el peso que tiene que cargar el
caballo si la piel del jinete es blanca y no negra?
Si el vencedor
no lo enchufa en una colocación cómoda y bien pagada, ¿qué mas le da al votante
que gane las elecciones PP, PSOE, Podemos, Ciudadanos o cualquier otro partido?
Algo tan
superfluo y artificial como el recurso electoral no basta para alterar las
naturales aspiraciones básicas del hombre: alimentarse, perpetuarse y mandar
para que otros lo obedezcan y, así, no
tener que obedecer a otros.
Porque, ¿qué busca
el que dirija el partido que gane las elecciones?
Garantizarse
las condiciones de vida a las que aspira, que lo suceda el que designe para
sucederlo y mandar a los que, por el
cargo obtenido al ser electo, estén obligados a obedecerlo.
Con o sin
elecciones, con democracia o dictadura, el que manda es único y los que
obedecen, multitud.
Es el sistema
electoral, de moda en las sociedades que se autoconsideran avanzadas
socialmente, un medio más sutil y engañoso que el dictatorial, propio de
pueblos primitivos.
Una envoltura
más tentadora para inducir a comprar un producto igual de grosero: obedecer al
que mande.
Al sometido a
obedecer al dictador le quedaba la excusa exculpatoria de que lo hacía
obligado, para evitar el castigo físico o el aislamiento social.
Pero, ¿qué
puede aducir en su favor el responsable nominal de que lo tiranice el gobierno
en cuya elección participó?
Ya que el
resultado de cualquier modalidad de establecer jerarquías en la sociedad es el
mismo, sin elecciones, al menos, queda el derecho al pataleo.
Con la mal
llamada democracia electoral, ni eso.