Se conoce por
democracia el sistema de organización del estado que consiste en que los
ciudadanos decidan quien debe gobernarlos, generalmente por elección.
O eso es mentira o
en España no hay ni ha habido democracia.
La constitución de
1978, de la que emanan las leyes que rigen en el Estado Español, asignaron a
los partidos políticos la autodesignación de sus burocracias políticas, cuyo
principal cometido es elaborar las listas y el orden de colocación en ellas de
los nombres de los candidatos a gobernarlos.
Fuera de esas
listas, nadie puede ser candidato aunque cumpla todas las condiciones para ser
electo, menos la de del beneplácito de los burócratas partidarios para incluir
su nombre en la nómina de aspirantes.
Pero ni con ese
visto bueno es bastante: si la lista que haya conseguido el mayor número de
votos,(pero no suficientes para que salgan elegidos la mitad más uno de los
imprescindibles para gobernar sin ayuda de alguna de las candidaturas
derrotadas), es como si hubiera perdido los comicios.
Porque las
burocracias de los partidos recuperan la autonomía que habían compartido con
los incluidos en sus listas y son libres para negociar qué partido debe
gobernar.
Así, un partido
que haya conseguido el mayor número de votos puede tener que conformarse con
oponerse a la coalición de partidos perdedores, que sume la mitad más uno a la
que no llegaron los ganadores, negociada sin contar con los ciudadanos
electores.
Los gobernantes
pueden ser consecuencia del enjuague pactado entren los burócratas políticos
que hayan negociado el reparto de los muchos beneficios y de los escasos
contratiempos de gobernar.
Así que esto que
pasa en España desde 1978 no es una democracia.
Es, más bien, una
tortilla de patatas a la que, además de aceite, papas y huevos, se le puede
añadir cebolla, ajos, pimientos y, si ni con eso fuera suficiente, se puede y
debe sazonar con cocaína venezolana.