Aquellos gallardos
bandoleros a los que nimbaron con aureola romántica los viajeros europeos que
en el siglo 19 descubrieron España eran unos apestados sociales.
Señoreaban las
sierras, atracaban a los incautos, asesinaban a los posibles delatores y se
enfrentaban a los mercenarios a sueldo de las diputaciones para que no volvieran
a la sociedad que los había expulsado.
Tragabuches,
El Tempranillo, Pasos Largos o Flores Arocha se refugiaron en despoblado porque
eran proscritos de la sociedad en la que, hasta que se echaron al monte, habían
vivido.
Se hicieron bandoleros
porque esperaban sobrevivir solos mejor que en compañía de los que no querían
que vivieran entre ellos.
Como le está pasando
ahora a los disidentes que votan y militan en el Partido Popular.
Si se echan al
monte no será porque los tiente la bucólica perspectiva de disfrutar de la
soledad y el silencio, amenizados por el
gruñido esporádico de los jabalíes y la berrea otoñal de los venados.
Si decidieran
vivir frente a los demás (PSOE, Podemos, Nacionalistas, Ciudadanos, Comunistas)
será porque se niegan a que convivan con ellos.
No faltarán
los Pablo Neruda, Ernest Hemingway, George Orwell o André Malraux que se
instalen en el Palace madrileño para, desde el confort de sus suites, contar al
mundo lo bien que se matan los nuevos bandoleros y los esbirros contratados por
la sociedad que los expulsó.