Como concepto
absoluto, la democracia es una utopía inalcanzable porque un término abstracto como es el “pueblo”, fusión
artificial de individuos con gustos contradictorios, discrepan por lo mismo en lo que
quieren y en cómo conseguirlo.
Como sucedáneo
relativo, se ha dado en llamar democracia al sistema por el que la mayor parte
de los individuos impone al conjunto cómo organizarse para lograr objetivos de la mayoría
que no satisfacen a la minoría.
Pero, si esa
mayoría no es suficiente para decidir qué hacer y cómo hacerlo, la democracia
se deja de lado.
Se recurre,
entonces, a acuerdos entre la aristocracia de los partidos para que, a espaldas
de los ciudadanos, decidan por todos y asuman así la responsabilidad de que la minoría marque lo
que tienen que hacer las mayorías.
Esa argucia, degeneración
aristocrática de un concepto democrático, es la que determina la actual situación
política de España: chalaneo entre tratantes profesionales para complotar quien
se queda con los mulos y quien se lleva las cabras.
Es así como
esta supuesta democracia española ha evolucionado a la aristocracia plebeya de
los partidos políticos, que es la que en definitiva decidirá quien manda a
quien y quien obedece a quien.
Para eso no hacía
falta tanta demagogia. Al final, la mayoría tendrá que obedecer lo que mande la
minoría.
Como siempre,
como cuando no había internet ni telefónos móviles y la solidaridad social se
llamaba caridad.