Estos
chisgarabíes de ahora se creen que están inventando la sutil elaboración de la tela que permite a la araña cazar a la
mosca.
Al
lado del conde de Romanones no serían más que angelicales aprendices de un truhán
merecedor del premio Nobel de la truhanería.
Si
los de ahora se creyeran pillos perfectos, Romanotes sería el bribón
pluscuamperfecto.
Romanes
metió mano en la olla política española desde finales del 19 hasta la llegada
de la segunda república y siempre, naturalmente, para quedarse con la mejor tajada.
Como
el tunante se cree que sirve para todo y que para todo es el mejor, a Romanotes
le dio por ocupar un sillón de académico de la Academia Española de la Lengua, naturalmente
como paso previo para presidirla.
Se
sometió al ritual obligado de visitar en sus domicilios a cada uno de los ya miembros,
y por tanto electores, para suplicar, comprar, amenazar o persuadir para que lo
admitieran y, como maestro que era en esos menesteres, lo logró.
Pero,
antes de la sesión académica que lo encumbraría como uno más de los inmortales,
las veleidades de la política le dieron la espalda y, de presidir el gobierno,
pasó a la oposición.
En
su escaño al que lo habían relegado estaba, cuando se le acercó un bedel cariacontecido,
que le murmuró: “Señor conde, ni un voto”.
--“Joder,
qué tropa”, se cuenta que, más que contrariado, exclamó admirado Romanones.