La muerte de
Franco, precedida de una tan larga y minuciosamente relatada como el desarrollo
de un partido de fútbol, fue como el rayo: hasta que no cayó no se evaluaron
los daños que había provocado.
Como toda
catástrofe, desencadenó problemas de atención inmediata (evitar una guerra como
la que aprovecho para su ascensión al caudillato) y medidas a largo plazo
(organizar el Estado para no excluir a ningún ciudadano o partido, que se
sintiera tentado a salirse del sistema para hacerse hueco a la fuerza).
Lo primero se
logró y, para conseguir lo segundo se elaboró, con el acierto que permitió la
urgencia de impedir un enfrentamiento, la Constitución de 1978.
Fue la Constitución
que tenía por objetivo devolver a los ciudadanos el poder que había
monopolizado Franco, pero no fue ese el resultado del acuerdo al que llegaron
los muñidores del Pacto Constitucional.
En vez de dar
la responsabilidad del poder al pueblo entonces desestructurado, lo cedieron a
los avispados individuos que se proclamaron mejor capacitados para estructurarlo
en partidos políticos.
Ahora está
quedando en evidencia el error de entonces porque los dictadores con minúscula
de los partidos políticos ejercen el Poder con mayúscula del Dictador.
Nunca dejó de
sufrir la Dictadura el incauto pueblo español: antes unipersonal y desde entonces
compartida por dictadorcitos teatralmente enfrentados.
La
fragmentación del electorado en las municipales y autonómicas del 24 de Mayo
han dejado en evidencia la martingala: no son los votantes los que deciden que
gobierne el que haya ganado elecciones, sino los que tienen el privilegio de
sumar churras con merinas.
Al fin y al
cabo, las ovejas siempre harán lo que el pastor y sus perros los obliguen que
hagan.