Esta España,
que por ser nuestra es como nosotros la hemos hecho, cambia al mismo ritmo al
que la modelamos.
¿Y cómo la
hemos estado modelando? Para que sea como Estados Unidos y los españoles seamos como los
estadounidenses que conocemos por las películas y que gracias a que los
imitamos, hace tiempo que nos parecemos a ellos.
A los de las
películas, porque pocos españoles hemos tenido la oportunidad de vivir con los
norteamericanos de verdad, allí.
Y el cine allí
está catalogado como actividad del show business (el negocio del espectáculo) y
no como aquí, que es nada menos que expresión cultural.
Imitando la
forma de vida de las películas americanas, los españoles aspiran a ser una
parodia, una fantasía, una idealización de la realidad americana.
(Andaba servidor
por Nueva York cuando se presentó Juan Ramón de la Cruz, que había ejercido la
corresponsalía en Washington, creo que para Informaciones. Me mostró que el
vuelo Washington-Nueva York lo había pagado con un cheque sin fondos. “Entonces—le señalé—“no
podrás volver a Estados Unidos”. “Ni pienso hacerlo”, asintió)
Esa es, o era
hasta después de Nixon, la América real
que en nada se parece ni en moral comercial ni en nada, a ésta España de
birthdays y no santos, de música perruna y no flamenco o jotas, y de fiestas de
graduación falsamente acarameladas como sus similares americanas.
Pero, en fin,
como ley del pueblo es ley de rey, porque el pueblo es en España su propio
monarca, que se haga como el pueblo desea: seamos americanos, a sabiendas de
que el que deje de pagar un plazo de lo que haya comprado a crédito, todo lo
que compre después tendrá que hacerlo al contado. .
Pero americanicémonos
por el camino más corto, sin tantos titubeos ni recovecos: declaremos la guerra
a los Estados Unidos que, con solo un pestañeo, nos derrotará y, si tenemos
suerte, nos convertirá en el Estado número 51 de la Unión.
Y saldremos
ganando los españoles, aunque contagiemos nuestra esencia perniciosa a los
otros americanos. Al fin y al cabo, ya hay 48, 4 millones de hispanos en
Estados Unidos y, sin embargo, sigue siendo
el paraíso soñado.
Pero americanicémonos por el camino más corto, sin tantos titubeos ni recovecos: declaremos la guerra a los Estados Unidos que, con solo un pestañeo, nos derrotará y, si tenemos suerte, nos convertirá en el Estado número 51 de la Unión.