jueves, 23 de julio de 2015

DESPEDIDA DE SOLTEROS



Todavía no había sonado el canto gangoso del gallo que cada amanecida anuncia la muerte de la noche desde donde los tarajes que orillan el Genil se funden con los naranjos de solemne luto.
La oscuridad era tan negra como un presagio y el viscoso vapor que exhalaba el río rascaba las gargantas al mezclarse con el alcohol de botellón.
Roncaban los motores de los coches rebelándose contra el pisotón al acelerador de unos pìés desobedientes a sus piernas.
A voces confusas de ebrios demandando  sumisión replicaban carcajadas cascabeleras prolongando el ritual de la entrega.
La gente del pueblo, cociéndose en el húmedo aletargamiento de las noches de verano, ni oía al gallo, ni se acordaba de los naranjos. No le daba importancia a los ardores de los pretendientes, ni a la condescendencia táctica de las pretendidas.
La gente del pueblo estaba acostumbrada a que en todas las despedidas de solteros se oyeran los gritos, sonaran las carcajadas y roncaran los motores de los coches como se estaban oyendo en aquella.
Era una despedida de solteros, como otra cualquiera. ¿O no?
No.
Se supo después que la policía tuvo que intervenir y hasta que fue precisa atención médica para suturar una herida en el cuello del que había convocado a amigos y conocidos para que lo acompañaran en su última noche de soltero, previa a su primera de casado.
Se deduce, por lo que dicen que gritó el agresor al herirlo (“si no eres para mí, no eres para nadie”) que la infausta fiesta no era para todos el preludio de la unión de la rosa y el clavel.
Eso es lo que dicen los ciegos que cantan el romance de ésta boda de sangre estival y desinhibida, sobre la que ondeaba el arcoiris de la liberación de los prejuicios.
Que los dioses concedan larga vida al romancero para que pueda revelarnos si, al final, esa ansia de fusion de cuerpos y almas se representará con el clavel y la rosa enlazados, o con la unión entre el lirio y el jacinto.
Una boda que no lo fue porque no podía serlo. El misterio de la vida surge al acoplarse lo protuberante en lo cóncavo. Complemento de formas indispensable para la armonía.