Puede que lo de
Gibraltar sea una afrenta contra España que Inglaterra mantiene y sostiene
desde hace cuatro siglos.
Y puede que solo
sea un caso más de los muchos que se han dado en el viejo continente, en el que
regiones y ciudades que pertenecían a un estado pasaron a pertenecer a otro.
El de Gibraltar,
en todo caso, no fue más que una de las muchas rectificaciones de frontera
impuestas a los perdedores por los vencedores de una guerra.
Y no hay guerras
justas o injustas hasta que se firmen las paces que determinen de qué lado
estaba la justicia: por rara coincidencia, siempre inclinada al vencedor.
Así que Gibraltar,
un peñón que sobresale como una erupción cutánea al sur de la piel de España,
fue conquistada por Inglaterra en una guerra que España perdió.
Cuando los
españoles pudieron recuperar Gibraltar con la cómplice ayuda de una nación que
la precisaba para estrangular a una Inglaterra con la que estaba en guerra, a
los mandamases españoles les preocupó más disgustar a Inglaterra que recobrar
Gibraltar.
Recuperar El Peñón
bajo bandera inglesa, que irradia hacia la zona en la que está enclavado el
bienestar que los trabajadores españoles que se ganan allí la vida, representaría para España un perjuicio social
superior al beneficio moral de recobrarlo.
Así que los
gobernantes españoles, desde hace cuatro siglos, han descubierto que lo más
práctico es quejarse de que Inglaterra no devuelva Gibraltar, pero sin pasar de
la protesta a la acción, para que allí sigan mandando los ingleses.
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