Como hay gente
para todo, las hay que en las controversias parlamentarias prefieran oradores a
los que les mueve los labios la ira y otros que recurren al sarcasmo.
Los primeros
sirven para que, enajenados por la cólera que les ha transfundido la violencia
oral del discursante, no dejen piedra
sobre piedra y derriben tanto las que estorban como las que soportan el peso
del edificio.
Todas las
barbaridades cometidas en tiempos de revolución, y lamentadas cuando la
revolución se aburguese, empezaron con discursos de oradores irritados.
¿Por qué?
Porque discursantes
como Pablo Iglesias alientan las pasiones hasta desbocarlas para que, como
caballos sin embocadura, se precipiten a una carrera suicida.
Hay otra técnica
dialéctica que, como Mariano Rajoy, usa
la sorna, la ironía, la retranca, como recurso para imponer sus razones.
¿Cuál de ellas
es más eficaz?
Evidentemente,
la que mejor haga llegar el mensaje que quiera transmitir al auditorio al que
pretenda convencer.
Pasión y razón
se oponen porque la razón modera las pasiones y las pasiones obnubilan la
razón.
Por eso convence
a sus auditorios el Mariano Rajoy irónico que habló hoy en la sesión de
investidura y el Pablo Iglesias vehemente exacerbó las pasiones de los ya
previamente irritados.
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