domingo, 14 de febrero de 2016

EL PARAISO





Si un español piensa en el cielo, ¿en qué piensa?
A) En el espacio infinito por el que circulan nubes, pájaros, aviones, estrellas y planetas.

B) En ese hipotético paraiso carente de todo lo malo y sobrado de todo lo bueno, al que los justos irán después de muertos.

El inglés reduce el apartado A al skay y destina el B al heaven, que es la gloria también representada por el paraiso anterior a que Eva mordiera la manzana.

Hay algo muy parecido al heaven inglés y a la gloria española al que algunos afortunados podemos ir sin necesidad de habernos muerto previamemnte.
Ese lugar es la Dehesa del Castril, una finca enclavada en la Sierra Morena, a pocos kilómetros de La Puebla de Los Infantes, cuyo propietario Sixto Martínez Rastrojo, de cuya amistad me honro, la cuida para que sus amigos la disfrutemos.
Andan éstos días por alli los amigos de Sixto que, como cada año, se reunen y arranchan con el pretexto de cazar con reclamo la perdiz.
Bicho curioso ese bicho. Durante un par de semanas o tres, cuando se le despierta la lujuria y su obligación de reproducirse se despereza, agudiza su instinto territorial y busca y dá pelea a todo macho cuyo reclamo le resuelte extraño en el terreno que siente como suyo.
Se conoce esa corta época como “el celo”, que si los machos de perdiz emplean en retar a los que quieren quitarle la novia, los amigos de Sixto la aprovechan para, con el pretexto de cazar, arrancharse y librarse de la condena insana del aseo diario.
El cazador de perdiz con reclamo es más fantasioso que cualquier otro fantasioso cazador, y lo demuestra ponderando las virtudes de su macho favorito  con las del griego Hércules.
Cuando fracasa su intento de cobrar pieza, la culpa tampoco es del cazador sino del “campo”, la víctima que no se dejó victimizar, o del reclamo que “no abrió el pico” porque es un mochuelo, el más cruel insulto para un macho de perdiz enjaulado.
No todos los que allí nos reunimos cazamos el pájaro: Juan Manuel Ojeda busca y encuentra espárragos trepando cerros y vadeando arroyos y Sixto cuelga la jaula disciplinadamente y aguarda como un buda orondo hasta levantar el puesto sin  pegar un tiro.
Yo me siento en el porche y miro el charco del pantano de Terán a mi frente, las oscuras colinas que lo respaldan y oigo la acuciante llamadca del cárabo, el alboroto de los gorriones o el ladrido confuso de un perro remoto.
El único que trae caza para la olla es Juan Carlos, que no sólo sabe donde encontrar perdices, conejos, ciervos o jabalíes, sino que seguramente lo obedecen para ir a donde él les haya mandado ir.
Ese es el paraíso, el cielo y la gloria en el que Sixto y sus amigos pasamos cada año, cuando la primavera llega huyendo del invierno, unos días y noches  hablando y oyendo hablar de perdices, reclamos, piñoneos y pájaros que dan de pié. 
La dehesa del Castril, que empieza donde las aguas del Pantano de Torán se topan con la hierba tierna y termina kilómetro y pico tierra adentro, es una permanente sucesión de amables cerros cubiertos de jugosas praderas, recias
encinas, primitivos acebuches y olorosas jaras.
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(Fotos: J.M. Ojeda)