Antes incluso
de que el hombre anduviera sobre sus dos piernas sin impulsar sus movimientos
con la ayuda de sus dos manos, ya intentaba alcanzar esa satisfacción plena que
acabó conociéndose por felicidad.
Una de las más
habituales maneras de descubrir si un
hombre es o no feliz es la expresión de su rostro: si ríe es feliz; si en vez
de reír llora, es desgraciado.
La cara, el
espejo del alma.
Basta escrutar
la expresión de la cara de un individuo o individua para hacer un diagnóstico certero sobre su estado
de ánimo: si ríe es feliz; si no lo hace, desgraciado.
Y como los
pueblos son la síntesis de los individuos que los integran, el pueblo andaluz
es necesariamente un pueblo feliz.
Si alguien lo
duda tiene la oportunidad de comprobarlo.
No tiene que
hacer más que el movimiento instintivo que, a fuerza de repetirlo, se ha hecho
definitorio del comportamiento humano: pulsar el botón de encendido del mando a
distancia de su televisor.
Si tiene la
habilidad y la fortuna de sintonizar el canal de la televisión que el PSOE
tiene en Andalucía comprobará que el andaluz es feliz porque la televisión
refleja el mundo como el que maneje la televisión quiere que sea, no como el
mundo es.
Y la televisión
andaluza, desde que Dios amanece hasta que a altas horas de la madrugada se
acuesta, el mundo que propone para sus espectadores es una sucesión
ininterrumpida de los síntomas de la felicidad: la risa y el cante.
Cuentachistes
que interpretan las ocurrencias y gracias de otros y cantaoras o cantaores
uniformados a la manera antigua, porque cualquiera tiempo pasado fue mejor, que
recrean con sus voces los viejos cantes de sinagoga o los sonoros alaridos del
muecín.
Es la alegría
de la televisión de Andalucía una alegría de los crueles tiempos de la
antigüedad que la nostalgia del pasado propone como ansiada meta para un
incierto futuro.