Se ha perdido
(y, para más INRI en Barcelona donde las pelas no se pierden porque antes de
que se pierdan se las quedan los independentistas catalanes) una cabeza de
Franco, ese hombre frío y calculador que ni en su agonía perdió la cabeza.
¿Y si la
cabeza desaparecida del Franco-dictador fuera como una de las siete cabezas de
la hidra que rebrotaban a medida que se las iban cortando?
De hecho, así
ha ocurrido en ésta España postfranquista porque desde aquel lejano día de
noviembre en que Franco murió en su cama de un hospital, el instinto
dictatorial del general se viene reproduciendo en las cabezas de cada uno de
los dictadores de cada uno de los partidos políticos.
En tiempos de
Franco, como no había partidos, suya era la única cabeza que enseñaba los colmillos
y escupía fuego por la boca para incinerar a sus incautos rivales.
Esta España de
ahora es mucho más distraída que la de entonces, en la que el único lanzallamas
de Franco bastaba para mantener a raya a sus adversarios porque todo el que
discrepara del Caudillo era enemigo del Caudillo.
Pero, ¿y
ahora?
Si ese
dictador de pantuflas que es Mariano Rajoy acaba como ha hecho con el
socialista Pedro Sánchez, ¿se queda sin enemigo?
Nada de eso:
le quedan la docena de dictadores de la docena de partido políticos, unidos
todos por su inquina contra Rajoy como enemigo principal, y que se enfrentan a los dictadores de los
demás partidos políticos como adversarios secundarios de cada uno de ellos.
En definitiva:
que Franco metió a los españoles en un laberinto sin salida al morirse.
Surgieron tantos dictadores cuando desapareció el Dictador con mayúsculas
que no hay quien entienda lo que mandan
los dictadores con minúscula.
Habrá que
esperar pacientemente a que llegue, si llega, el momento en que alguno de los
aspirantes a mandamás supremo liquide a sus competidores por el mando único (si
el mando no es único no es mando) para que los españoles, tan acostumbrados a
obedecer si las órdenes las dicta una misma voz, recuperen la apacible rutina
de la obediencia.