sábado, 29 de octubre de 2016

MANIFESTACIONES

El que nunca haya participado en una manifestación de protesta debería hacerlo, por lo menos una vez en la vida.
No importa el objetivo que pretendan conseguir los convocantes de la manifestación porque todas ellas están tan justificadas en el momento de convocarlas como trivial parecerá la causa tiempo después de la protesta.
A los que desgraciadamente  cada vez nos irritan menos los supuestos agravios y relativizamos cada vez más esperanzas y miedos esto de las manifestaciones nos parece un entretenimiento tan poco rentable como el de ponernos una corbata y  no otra para convencer a una muchacha inconquistable.
Uno, que cada vez recurre menos a la esperanza para soñar un futuro incierto, se refugia en el pasado para olvidarse del hoy y cerrar los ojos al mañana, que será mucho  peor que el ayer y  que el hoy.
Por eso, y como momento esplendoroso del pasado no puede ni quiere borrar de la memoria uno de los pocos momentos épicos de su vida, allá por 1964.
Fueron tiempos en los que, como en los actuales, los estudiantes derrochábamos el vigor que deberíamos haber empleado en estudiar para gastarlo en el más entretenido y menos práctico de protestar.
En aquella ocasión creíamos que el destino nos empujaba a una prioridad que relegaba las demás a la categoría de pasatiempos.
Queríamos echar a Franco para  implantar la democracia.
Pasó lo que tenía que pasar: que Franco tardó todavía once años en irse, y porque así lo quiso Dios y no porque los manifestantes lo echáramos, y que aquella tan ansiada democracia no ha llegado ni parece razonable que se pueda confiar en que alguna vez llegue.
¿Por qué entonces, aquel fue uno de los momentos épicos de la lejana juventud de éste viejo desdentado y decrépito?
Porque participó en una manifestación (la primera de obreros y estudiantes unidos) y, huyendo de los grises, corría como un desesperado por la calle Huertas hacia Atocha cuando una sombra oscura lo rebasó, no se sabe si porque corría más o porque le tenía más miedo a la policía.

Era un cura, que con sotana y todo, corría más que Emil Zatopeck.