Uno, que en sus
días de hace más de medio siglo las superó, recuerda las reválidas como unos
exámenes especiales porque un tribunal distinto del maestro que decidía si
pasabas o no de curso tenía capacidad para juzgar si merecías pasar de un ciclo a otro superior.
Es decir: en
los exámenes de fin de curso era tu maestro el que decidía si estabas o no
preparado para pasar al curso siguiente.
En las
reválidas se evaluaba si el maestro había enseñado al alumno con la eficacia
requerida, durante los dos o cuatro cursos anteriores.
En definitiva, las
reválidas tasaban a alumno y maestro mientras que en los exámenes de fin de
curso el maestro calificaba tanto su propia labor pedagógica como la aptitud
del alumno.
Para la casi
totalidad de los alumnos y sus padres, cuya preocupación inmediata pero
equivocada es pasar de curso, las reválidas son un obstáculo que establecía la
diferencia entre alumnos aplicados y los que no lo habían sido.
La reválida es,
ni más ni menos, una prueba enjuiciada por neutrales que deciden si el maestro
y su alumno,(tanto uno como el otro) impartieron o asimilaron los conocimientos
requeridos para hacer frente a otros más complejos.
Y ese es el
gran debate que se esconde tras la algarabía de las reválidas: si todos los
alumnos son tan iguales entre sí como los maestros son iguales entre ellos.
Como desde hace
unas décadas, se ha optado por la igualdad, pero igualando por abajo, no por
arriba.
Cosas de España
y de lo que aquí se llama educación y no instrucción académica, porque la
primera se adquiere en la casa de cada uno y la imparten sus padres y la
segunda en las escuelas.