En comparación
con las innumerables que hacen los políticos españoles, las promesas
electorales que han aupado a Donald Trump a la presidencia de los Estados
Unidos fueron escasas y poco explícitas.
Por su
espectacularidad sobresalen la construcción del muro que frene la inmigración
mexicana, la derogación del fracasado programa de asistencia médica actual, o reactivar la expulsión de inmigrantes
ilegales, que Obama ya aplicó profusamente.
Los mensajes
que más han calado en los votantes y que dieron el triunfo a Trump coinciden en
que todos ellos significarían limitar la intromisión del Estado en asuntos que le
corresponde resolver a los ciudadanos.
Si cumple ese
propósito insinuado en su campaña electoral, los ciudadanos norteamericanos
recuperarán la filosofía sobre la que descansó su fundación: que la gente se
arriesgue a acertar o equivocarse sin que decidan por ellos las burocracias
tiránicas europeas de las que habían huido.
La base en que
fundamenta su programa Trump es apartar al Estado de sus crecientes
intromisiones en la libertad del individuo.
La relajación
de los controles que el estado ejerce sobre el individuo con el pretexto de
mimar el medio ambiente o premitir que las compañías de seguros compitan
libremente entre ellas sin las barreras interestatales de ahora tienen ese
objetivo.
Por eso los
europeos, y sobre todo los europeos españoles, están desconcertados con la
victoria de Trump.
No conciben
que la gente pueda preferir arreglárselas por sí mismos a la cómoda incuria de
que sea el Estado el que decida cuantas horas trabaja, qué día puede no
trabajar, a qué hora debe cerrar sus comercios, qué deben estudiar sus hijos y
en qué clase de escuela.
En la renovada
América que se avizora si Trump cumple lo que insinúa, cada ciudadano será
más dueño de sí mismo porque se emancipará de la tiranía estatal.
Una sociedad
más libre porque el Estado la controlará menos.