Es obligado en el hombre, si es un ser
humano y no un animal carroñero que se alimenta de los despojos del que ya no
pueda defenderse, sentir y expresar piedad por el que ha muerto.
En esta
democrática sociedad civil que los españoles se han esmerado en organizar para que
la civilización de la democracia suceda a la barbarie de la dictadura, quedan
demasiados carroñeros que evidencian el fracaso del intento.
Son los que,
ya sin vida Rita Barberá, que empezó a morir cuando acabaron los carroñeros con
su vida política, dejan traslucir su satisfacción por la desaparición de la
fallecida al no lamentar abiertamente su muerte.
La Rita
Barberá que ha muerto como consecuencia de las tensiones emocionales que conducen
tantas veces al infarto, es la misma a la que halagaban, cortejaban y elogiaban
los que buscaban su cobijo cuando de su amistad los beneficiaban.
La Rita
Barberá que ahora ya ha muerto es la misma a la que un falangista vergonzante
como Miguel Angel Revilla, jefe de centuria moderno de la Comunidad Autónoma de
Cantabria, le llevaba latas de anchoas para que el prestigio de la ahora muerta
lo ayudara a vender su mercancía.
Los mismos
que antes se cobijaban bajo la buena sombra de Rita—desde los Rajoys a los
Revillas con otros nombres—la pusieron en cuarentena para que no se los
relacionaran con la Rita caída.
“A moro
muerto, gran lanzada”: el lema que mejor define la falsa gallardía de la que
tanto presumen los españoles , quizá porque saben que no la tienen porque, de
verdad de verdad, solo se atreven con el enemigo muerto, como pasó con Franco,
Zapatero, Aznar, Sanchez y pasará con Rajoy.