En los remotos
tiempos de la antigüedad, cuando los españoles todavía no eran españoles porque
España ni siquiera existía, los problemas de los que serían ciudadanos cuando
siglos después se construyeran ciudades eran, más o menos, los que ahora tienen
pero diferentes.
Si se había
echado a dormir harto de comer, lo que pocas veces ocurría, tenía que buscar
agua en el charco o arroyo más cercano con la que calmar la sed que su estómago
le demandaba.
Ahora le basta
con hacer girar de izquierda a derecha cualquiera de los muchos grifos de su
casa para tener a su alcance media docena de fuentes inagotables. Su único
problema es no equivocarse e intentar hacer girar el grifo de derecha a
izquierda.
El todavía no
español antiguo, inmediatamente después, tenía que comprobar que ningún
forastero malencarado se le había acercado mientras dormía para cargárselo en
cuanto se descuidara.
Tenía después
que ponerse a buscar algo que comer para calmar su hambre matinal, mientras
procuraba no saciar el hambre de tiranosauros, tigres sable o bichos de cuatro
patas a los que les gustaba la carne de bípedos.
Ahora el Estado
le resuelve todos los problemas al español, a cambio de que el español le pague
todo lo que gane en el trabajo que le permita el Estado realizar.
Y es que el
bienestar del español de hoy es directamente proporcional al amparo que del
Estado reciba, e inversamente proporcional a la libertad personal que el Estado
todavía no le haya arrebatado.
Y ahí está el
intríngulis, el justo medio proporcional entre la cesión al Estado de una parte
de la libertad individual, sin que la voracidad del estado le arrebate toda la
libertad que pretende para que, así, el
ciudadano pase a ser esclavo del estado.