La prueba ha
tardado en llegar casi medio siglo pero ya está a la vista: la democracia
parlamentaria que se inventaron los constituyentes de 1978 es inoperante, por
lo menos para España.
Y todo por una
tontería, porque la Constitución que acordaron fijó que el poder residiera en
el pueblo, representado por el Parlamento, lo que hizo de la española una
democracia parlamentaria.
La Jefatura del
Estado, en éste caso el Rey, fue desprovisto de poderes ejecutivos y al
Gobierno y su presidente se le fijó la misión de ejecutar las decisiones que el
Parlamento adoptara a través de las leyes que aprobara.
Hasta ahora se
había trampeado el problema porque los gobiernos contaban con la mayoría
suficiente en el parlamento para sacar adelante sus leyes.
Esa mayoría en
las Cortes, le permitía aprobar las leyes que presentara con el apoyo de sus propios diputados, o en
contubernio con partidos de la oposición nominal, confabulados previamente para
sacarlas adelante.
Lo que había
servido hasta ahora, ya no sirve: para cumplir sus promesas electorales, el
Partido Popular de Mariano Rajoy solo dispone de 137 de los 176 votos que
necesita y, como los 213 diputados que no son del Partido de Rajoy impondrían
su voluntad, al presidente del Gobierno solo le quedan dos recursos:
a) ejecutar las
leyes que la oposición apruebe aunque contradigan las promesas de su Partido, o
b) liquidar
cuanto antes la legislatura actual para conseguir en las elecciones siguientes
la mayoría que le permita aprobar el programa de su Partido.
Si hace lo
primero, malo porque estará traicionando las promesas del programa electoral
del PP.
Si precipita
unas nuevas elecciones peor, porque será el reconocimiento implícito de su
fracaso al admitir que es imposible lo que creía factible, cuando aceptó las condiciones en las que
asumió la presidencia.