viernes, 16 de diciembre de 2016

EL REPARTO DEL CONEJO

Un tal Jean Baptiste Lamarck fue el biólogo que, al formular que la  necesidad origina la función, se adelanto en medio siglo a Darwin y su teoría de la evolución.
Y lo que sirve para la naturaleza y los bichos que en ella viven, naturalmente, se puede aplicar al hombre, el bicho más bicho de todos.
Y, si la necesidad obliga al hombre-bicho a cambiar su morfología, ¿por qué no iba a cambiar simultáneamente su comportamiento personal y social?
Un suponer: hace unos millones de años, un hombre descubrió que alcanzar corriendo a un conejo para comérselo era un engorro,  y que lo sería menor si se asociaba con un semejante para que atajara al conejo en su huida y, una vez apresado y despellejado, repartir entre ambos la carne.
Así nació el Estado, o la asociación convenida entre dos o más humanos para compartir el esfuerzo y los frutos que esa colaboración, para repartirse los beneficios de forma previamente convenida.
Pero, ¿y si la evolución degenerara hasta el punto de que los encargados de organizar el reparto se quedaran con los muslos, los lomos y los brazos del conejo y los que habían corrido para cazarlo se tuvieran que contentar con el pellejo y las orejas?
Pues, más bien más que menos, eso es lo que está pasando con esta asociación de cazadores y administrativos del fruto de la caza,  que es el Estado Moderno.
Por eso se producen las revoluciones, para que los que las organicen puedan quedarse con los lomos y los que acosen y cacen al bicho se sigan alimentando con las sobras.
“¿Hasta cuando, Catilina”,--le preguntan a los gobiernos repartidores los ciudadanos cazadores—“abusarás de nuestra paciencia?”.
Evidentemente, el que hace partes y reparte nunca dejará de beneficiarse personalmente ni de beneficiar a los suyos.
Porque los que corren, cercan y apedrean al conejo son tan tontos que no se dan cuenta de que les iría mejor si se comieran de vez en cuando todo el conejo que cacen, en vez de  conformarse con las sobras de cada día.