domingo, 28 de mayo de 2017

CARLOS, NI NIETO



El mayor de todos los misterios, sentenció Sócrates cinco siglos antes de Cristo, es el hombre.
Se refería a lo imprevisible de su razonamiento, a la motivación que lo mantiene impasible o le estimula reacciones contradictorias, a su singularidad de aspecto físico y a su peculiar interpretación de hechos similares.
Hasta su gestación, las circunstancias aparentemente baladíes que dieron como resultado su nacimiento, fueron únicas para cada recién nacido.
Pero hay ritos que, por ser comunes en cada uno de los nacimientos de un recién nacido, son de obligado cumplimiento: el de buscarle rasgos parecidos con los de algún pariente cercano.
Así ha sido también en el caso de Carlos, el séptimo de mis nietos, al que tuve la inmensa alegría de conocer anteanoche.
Es hijo de mi hija Rocío y de Carlos, mi yerno.
Todos los parientes más cercanos del recién nacido que allí estábamos cuando nos lo mostraron nos enzarzamos en la fase inmediatamente siguiente del ritual: descubrir el parecido del recién nacido.
Ninguno de los más cercanos familiares presentes nos atrevimos a expresar un deseo que compartíamos: que alguien le encontrara al recién nacido parecido con nosotros.
¿Tanto anhelábamos que el recién nacido Carlos se pareciera a nosotros, o éramos nosotros los que hubiéramos querido parecernos a Carlos?

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